El racismo sale de la pandemia completamente vivo, camuflado en nuevos ropajes; se atribuye los contagios al contacto con desconocidos; es imprevisible el virus con sus múltiples variantes; se consolida de manera desigual en países con desiguales recursos. Negar una vivienda o un empleo por el color de la piel o el rizo del cabello, expulsar de un barrio por haber nacido en otras tierras, cerrar la puerta al fontanero por sus caracteres étnicos o consentir el naufragio de inocentes en la mar, son expresiones del racismo como sistema de dominación que somete y excluye a través de ideas, discursos y prácticas que discriminan y humillan. Estas actitudes se perpetúan en el machismo que violenta a la mujer, en el colonialismo, que niega la ciudadanía a los países subalternos, en el soberanismo que levanta murallas en defensa de la nación, en el tratamiento policial por razones étnicas.

Mientras la evidencia científica desmonta el racismo como ignorancia, cierta política lo utiliza para sembrar miedo, agitar la inseguridad, o defender la soberanía nacional. Hoy el racismo es un hecho político; no existe un gen racista, que pueda observarse en el microscopio, sino que se incuba en el lenguaje, en la educación, en la familia, en las leyes cuando se sustituye la amistad social por el desprecio, la pertenencia común por la división y la convivencia por el enfrentamiento. Las actitudes racistas anclan sus raíces en contextos de escasez, inseguridad e incertidumbre.

En contextos de escasez, hay personas y grupos sociales a los que se les atribuye la causa de la penuria de manera falsa e irresponsable. En lugar de atribuir el deterioro del sistema sanitario a los recortes o la desprotección social a la falta de presupuestos, se acusa a las personas inmigrantes y a las personas improductivas. En la pandemia, se ha reforzado el chivo expiatorio, que proyecta indebidamente el malestar y la violencia interna sobre alguien que está fuera del propio grupo. Ante la inconsistencia del argumento, se camufla ideológicamente en expresiones groseras, falsas y peligrosas: «invasión migratoria», «nos quitan el trabajo», «no aportan nada», «los españoles en la calle y ellos en hoteles de lujo». Y así consentimos sin rubor que más de 4.000 personas hayan naufragado en su viaje migratorio a lo largo del año 2021, y que 160.000 inmigrantes hayan retornado a sus países en el año 2021 a causa del desprecio y de la humillación. Con ello, además, consiguen dejar desatendidos servicios y trabajos que los autóctonos no quieren suplir.

En contextos de inseguridad, las diversas creencias, culturas y estilos de vida se criminalizan como atentados a la unanimidad y a lo políticamente correcto. Cuando se olvida que la pluralidad es el código genético de la sociedad actual, amanece una fábrica de odio y discriminaciones. Y así se ha poblado la geografía social de contraposiciones: «ellos frente a los nuestros», «los nuestros y los otros», «los responsables frente a los irresponsables», «los sanos frente a los enfermos», «los inocentes frente a los culpables», «los fuertes frente a los débiles», «los malignos políticos frente a los científicos admirables». El resultado, al fin, es la era del enfrentamiento, que resulta indecente y falaz.

En contextos de incertidumbre, crecen los poseedores de la verdad y los propietarios de la corrección, que imponen sus ideales exaltados y excluyentes. Sólo ellos saben lo que es bueno y conveniente. Y así el machismo impone su dominio sobre la mujer «porque eres mía»; el productivismo convierte a las personas mayores en sobrantes «porque son una carga social»; el colonialismo hace que los pueblos mantengan su dependencia «porque son primitivos».

Durante la pandemia hemos visto cómo las víctimas se convierten en culpables, objetos de discriminación. Las residencias de mayores, que con frecuencia son los olvidados y descartados, se convirtieron en focos de contagios. Las y los jóvenes, que carecen de vacunas, se convierten en los últimos portadores del virus. África, damnificada por la desigual distribución de las vacunas, ya se le llama «continente COVID»; y sus víctimas sufren actitudes racistas y xenófobas. El moralismo, bajo la capa de un pretendido humanismo, es una simple operación de camuflaje: se expulsa a adolescentes forasteros porque saben, mejor que ellos, que estarán mejor en sus familias; se prohíbe el agrupamiento familiar por lo contrario; se pretende curar la homosexualidad porque algunos saben, mejor que las personas homosexuales, lo que es bueno para ellas. Incluso son capaces de determinar las vidas que valen la pena ser lloradas y las que han perdido su valor, llegando al límite de reservar el título de humano exclusivamente para los suyos. A los moralistas tan rigurosos, que se sienten superiores a la juventud del botellón, habrá que recordarles que «aquí viven seres humanos».