En diciembre pasado el catedrático de ciencia política Sergio Rodríguez Gelfenstein escribió en Resumen Latinoamericano que la victoria en las presidenciales de Chile del candidato social-liberal Gabriel Boric, gracias al apoyo de buena parte de la izquierda, aunque positivo para evitar la eventual victoria de la ultraderecha, obligaba a la autocrítica de estas mismas organizaciones de izquierda por el «facilismo» con que asumieron respaldar como «mal menor» a este presidente e incluso integrarse en su gobierno reformista de corto alcance, renunciando a sus objetivos históricos de transformación social y «atemperando» la lucha por las reivindicaciones y demandas de cambio social de la mayoría trabajadora del país. Y es que, como dicta el sentido común y ya advirtió hace más de un siglo la comunista alemana Rosa Luxemburgo, la entrada de un socialista-democrático en un gobierno burgués no transforma al gobierno en socialista-democrático, sólo convierte a este comunista en un ministro burgués. Convierte a estos dirigentes y a sus partidos en rehenes y paladines del mismo régimen político que antes pregonaban querer transformar.

Hace dos años en España se produjo una deriva similar, tras la investidura presidencial de Pedro Sánchez previa firma de un pacto de coalición PSOE-UP que, en todo este tiempo, en absoluto evitó que siguieran creciendo la desigualdad y el malestar sociales dentro del actual contexto turbulento que vivimos, marcado por el colapso de la sanidad pública ante la pandemia; la precarización laboral, económica y de las condiciones de vida de la inmensa mayoría, especialmente de las mujeres; la pérdida o no recuperación de derechos democráticos básicos y una creciente desafección política e institucional. Realidades sistemáticamente ocultadas por los discursos oficiales, como mostró hace días la complaciente valoración de la legislatura del presidente Sánchez. Etapa que también se caracteriza por el papel jugado por las direcciones de Podemos, Izquierda Unida o el PCE que han actuado como su sostén «de izquierda» y fortalecido en la misma medida al propio PSOE y al Régimen del 78, igual que hicieron las burocracias de los sindicatos mayoritarios que vienen apuntalando a este gobierno que presume de ser capaz de conciliar sus políticas laborales con los intereses de la patronal y de la Europa del capital y los mercados.

Si algo se puede aprender de estos dos años, es que ni este gobierno ni sus tibias políticas sirven para construir una alternativa ante la crisis que el capitalismo experimenta desde hace décadas y que adquiere un nuevo impulso en el presente escenario mundial de lucha de clases y de conflicto inter-imperialista. Frente a las «componendas» y los «parches calientes» de los partidarios del «mal menor», la izquierda, por definición, siempre defiende el bien mejor de la gran mayoría.