A nadie le gusta pagar impuestos. Es más, no los pagaríamos de no ser obligatorios. Y eso que sabemos que sin ellos no sería posible el uso y disfrute de bienes y servicios públicos que hoy consideramos irrenunciables. Algunos ciudadanos incluso son capaces de exigir más y mejores servicios públicos sin estar dispuestos a pagar más para financiarlos. Ambigüedades del contribuyente confundido o receloso de supuestas ineficiencias públicas.

Que nuestra conciencia fiscal esté por los suelos es una evidencia que algunos consideran rentable. Una oportunidad de oro que no hay que dejar escapar. Una buena ocasión para políticos a la caza del voto del ciudadano despistado y para empresas ansiosas por aumentar sus ventas, aun a costa de alimentar inconsistencias en la mente de sus presas. Estrategias del marketing político y comercial en su máxima expresión.

El modus operandi en el ámbito de la política en nuestro país es bien conocido: políticos que promueven rebajas fiscales -en ocasiones más supuestas que reales-, que pregonan a viva voz que no van a ‘castigar’ con más impuestos a sus ciudadanos y que alardean de gobernar territorios en los que se pagan menos impuestos que en los de sus vecinos. Es decir, “populismo fiscal” en toda regla, aprovechando las posibilidades que nuestro sistema de financiación autonómica les brinda.

El caso de las empresas también es vox populi. ¿O es que a alguien no le suena lo de los ‘días sin IVA’? El ingenio surge allá por el 2007 cuando un gran comercio de productos tecnológicos lanzó una campaña comercial con el citado eslogan simulando compras libres del impuesto. No le iría nada mal cuando hoy son ya muchas las empresas que han copiado este ‘gancho’ para estimular el consumo. Desde su incorporación al sistema fiscal español en 1986 el IVA no ha dejado de toparse con la picaresca y las prácticas más esquivas e ingeniosas por parte de unos y otros, de vendedores y compradores. Los que tenemos ya una edad recordamos la anécdota del fontanero que después de prestar un servicio de reparación en el domicilio del entonces Secretario de Estado de Hacienda le preguntó a este si la factura la quería con IVA o sin IVA. Ante la obvia respuesta por parte del dirigente político el fontanero le espetó que así le iba a salir más cara la reparación. Poco hemos cambiado desde entonces. Aun hoy, la pregunta de con IVA o sin IVA, muchos incluso la esperan, la desean. Poca gracia.

El marketing más agresivo confunde y persuade al consumidor sacándole rédito al asunto, al igual que el político populista hace lo suyo con el votante. En realidad, se trata de una falacia. El vendedor no puede dejar de repercutir el IVA en sus ventas, por más que así lo publicite. Se limita a aplicar un descuento comercial de modo que la factura final a pagar por el comprador es un 21% inferior al precio sin descuento. Efectivamente el comprador pagará menos por el producto, pero no porque se haya librado del IVA. ¿No podría el vendedor aplicar un simple descuento sin apelar al impuesto? Evidentemente sí, pero tiene mucho más morbo hacerle creer al consumidor que se está ahorrando el IVA.

Se trata de una publicidad engañosa que arroja una gran pérdida neta social: un solo ganador –el vendedor- y muchos perdedores –todos los ciudadanos-. ¿Qué pierde el conjunto de la sociedad? Se malogra nuestra conciencia y moral fiscales, eso de lo que ya andábamos escasos. Los hacendistas apelamos al término ilusión fiscal –acuñado por Amilcare Puviani a principios del siglo XX- para referirnos a la mala percepción que tienen los ciudadanos acerca de los costes y los beneficios de las actuaciones públicas. Aunque Puviani hacía énfasis en la “alegría” con la que los contribuyentes pagan algunos impuestos al pasarles inadvertidos, no es menos válida la vertiente aparentemente opuesta de ilusión fiscal, más pesimista: esa confusión que nos hace pensar que pagamos demasiados impuestos –como revelan las encuestas de opinión pública y política fiscal del CIS- o que nos impide apreciar correctamente los beneficios que reportan los recursos públicos destinados a la investigación médica, por poner un ejemplo.   

Campañas como los ‘días sin IVA’ trasladan al consumidor la percepción de que los elevados precios o el encarecimiento de los productos se deben al impuesto, acrecentando nuestra ilusión fiscal. No hace falta recordar para qué sirven los impuestos –la mayoría lo sabemos- pero tendríamos que estar todos de acuerdo en que no deberían ser adulterados para ganar votos ni ventas. No menospreciemos su papel. Como ciudadanos responsables tenemos que reprobar estas técnicas que demonizan los impuestos, aun cuando aparenten beneficiar a nuestros bolsillos. El ciudadano-consumidor no está en un bando distinto al de la Hacienda Pública. Como apuntaba ya a mediados del siglo XX el profesor Günter Schmölders –uno de los principales precursores de la psicosociología fiscal- tenemos que centrar esfuerzos en vencer el desafortunado sentimiento fiscal negativo de los contribuyentes. Necesitamos iniciativas encaminadas a mejorar las actitudes y comportamientos de los contribuyentes, a informar sobre las obligaciones tributarias apelando a la solidaridad, reduciendo la conflictividad fiscal.

En definitiva, necesitamos mejorar nuestra conciencia fiscal. Rechacemos, pues, toda campaña –política o comercial- que la maltrate buscando votos o beneficios en la cuenta de resultados. Será clave el papel de gobernantes, políticos, instituciones públicas, investigadores, docentes, pero también el de todos los ciudadanos –como consumidores, como votantes, como contribuyentes, como usuarios de los bienes y servicios públicos-. Algunos representantes parlamentarios registraron en 2017 una Proposición no de Ley en el Congreso de los Diputados reclamando la prohibición de las campañas publicitarias con lemas ‘sin IVA’. El resultado de la votación en el Congreso arrojó 310 votos a favor y solo 33 en contra. Parece que no hay duda, urgen cambios legislativos –también en la Ley General de Publicidad y en la Ley de Competencia Desleal- para acabar con esta publicidad engañosa y nociva para los intereses generales de la ciudadanía. Pero el tiempo transcurre y nada cambia. ¿Para cuándo el fin de la falacia?