El 8 de marzo volvemos a celebrar el Día Internacional de las Mujeres, algo que todavía hoy requiere alguna explicación para las personas más escépticas. He tenido el placer de celebrar este día simbólico durante cuatro años en calidad de vicerrectora de Igualdad, Diversidad y Sostenibilidad de la Universitat de València, un plazo de tiempo muy breve en el curso de vida de una universidad muy antigua, en un mundo contradictorio, que se resiste a ser escenario de estos valores todavía en «pañales», como quien dice. Al ocupar este cargo, gracias a la confianza de la primera mujer rectora de la Universitat de València, Mavi Mestre, supe que la cosa iba de deconstruir para construir, tal y como ella iba a hacer con su propio ejemplo, como referente para tantas mujeres en el mundo universitario valenciano y español. Por mi parte, como jurista, tenía por delante un reto importante para explicar y convencer a mi comunidad sobre los porqués de la construcción de este relato universitario sin apenas mujeres en una andadura de algo más de 520 años y, además, debía asegurar, a través de la creación normativa, que los pasos por caminar en los próximos años, tenían que ser firmes, garantistas e integradores de todas las voces y necesidades de la Universitat, desde las bases hasta la cúspide de la jerarquía.

Pero para vencer en este gran viaje, era necesario convencer. Convencer de la necesidad de integrar en este discurso a tantos hombres que aborrecen la presión del patriarcado, sus expectativas y su soledad; convencer de que la vida es más sana si valoramos los cuidados de las personas, de la familia y que eso es compatible con una universidad con solera, con poder y con colectivos tan diversos. En el mundo en que vivimos no vale el café para todos, tampoco para todas, no vale la imposición de normas sin implicar en su negociación a los colectivos afectados. Cuando se trata de cambiar una cultura, también en la universidad, hay que armarse de paciencia, conocimiento, convicción y emoción para hacer entender que la pérdida de privilegios, no tiene por qué hacernos sentir en peor posición, porque hay otras muchas cosas que ganar en esa reelaboración de las normas. Y los cuidados y la resolución pacífica de conflictos están en el ADN de la igualdad, la diversidad y la sostenibilidad.

No puede ser razonable un sistema económico, cuya fotografía resultante, no coincida con la estructura natural de nuestra sociedad, en la que algo más del cincuenta por ciento somos mujeres, a las que nuestra Constitución reconoce formal y materialmente iguales a los hombres. Sin embargo, esa fotografía muestra desequilibrios de género reales. Esta imagen es la que se debe deconstruir para volver a construir con otros mimbres o, lo que es lo mismo, a través de la firma de un contrato social en el que de forma justa nos reconozcamos. Porque, no nos engañemos, en el contrato heredado ya no nos reflejamos y no lo vamos a obedecer, porque no hay peor norma que la que no representa la realidad social en la que vivimos.

La Universitat es un potente motor de transformación social. Pensemos que por ella pasan diariamente alrededor de 65.000 personas, que proyectan lo que ven en esta casa y, en la medida que respiren estos valores relativos a la igualdad, diversidad y la sostenibilidad, serán mejores profesionales, ciudadanas y ciudadanos. Por tanto, la misión docente, investigadora e innovadora de la universidad debe impregnarse transversalmente de esos derechos o, lo que es lo mismo, ha de hacer posible la sostenibilidad de la vida y del planeta, para que nuestros hijos e hijas tengan las mismas oportunidades, como mínimo, que ha tenido nuestra generación, a saber, un derecho a la salud, a la vivienda, a una vida y planeta sanos, etc. Y ello conlleva comenzar por entender que la desaparición del patriarcado beneficia a todas las personas que quedan fuera de la jerarquía que impone el poder, tal y como se manifiesta cruelmente hoy en día, donde la transformación de un modelo económico productivo, debe añadir valores y sentido al puro interés crematístico actual, y donde reconozcamos que si respiran las personas, también lo hace el planeta. En este espacio, necesariamente, hay que perder privilegios para que ganen la vida y las personas, todas las personas. Así se ha evidenciado en la pandemia. La universidad es corresponsable de estos cambios y, en la medida que vivamos esta otra forma de hacer universidad, orientada en su misión y gobernanza hacia un compromiso social, haremos que esas personas que transitan por ella construyan otra forma de vivir la vida.

El 8M nos recuerda que hay que vivir, mujeres y hombres, hombres y mujeres, en femenino (igualdad), plural (diversidad) y verde (sostenibilidad), porque donde entra el feminismo, entra la ecología, porque el enemigo es el abuso de poder y posición dominante de los hombres que hasta ahora escribían el mundo, un mundo periclitado y monocolor. Las gafas violeta y verdes van de la mano para dejarnos ver un universo complejo, rico, con numerosos matices, donde todos los colores se combinan de forma infinita, respetuosa e integradora.

Termino como empecé estas líneas, es inevitable esta manifestación en el día 8 de marzo, es necesario salir a las calles, mujeres y hombres, a gritar contra la injusticia, desde la universidad o desde cualquier ámbito por pequeño o humilde que sea, para que las mujeres tengamos voz en igualdad de derechos y condiciones de vida, aquí o al otro lado del planeta, porque solo así se empezará a construir ese mundo con futuro para las próximas generaciones.