La mentira es un arte necio, pero intrínseco al ser humano. Ahí tenemos al insensato Caín intentando engañar a su creador con la sangre de su hermano en las manos o a un mentiroso de tomo y lomo como Sísifo, quien procuraba sacar partido del engaño a los dioses. No nos equivoquemos: lo llevamos en el ADN. De hecho, un estudio realizado en la Universidad de Massachusetts apunta a que el 60% de las personas mienten al menos una vez durante una conversación de diez minutos. Mentiras de poca monta, como quien dice, deslices inevitables. Incluso, a veces, podemos enmascararlas como «piadosas» cuando pensamos que son socorridos recursos para el bien.

Hay que ser muy inocentes para no desconfiar de esos «no podemos estar juntos para no estropear nuestra amistad», «me encantaría ir, pero me ha surgido un compromiso de última hora» o el multiusos «fue un placer conocerte» cuando ya has decidido no volverlo a ver en tu vida. Son mentiras de cortesía, diría yo, incluso pequeños actos loables que, en ocasiones, intentan evitar un gran dolor, y por ello a veces soltamos un «todo irá bien» o un «te sienta de maravilla» con la conciencia tranquila.

Estamos programados para mentir y está en nosotros intentar que sean mentiras «inocentes», altruistas, diría yo, porque la mayoría son egoístas y están orquestadas para obtener un beneficio a cambio. Incluso están los mentirosos compulsivos, aquellos que convierten su vida en una telaraña de falsedades de las que, tarde o temprano, les será imposible escapar indemnes. Los mentirosos sufren el síndrome de los miopes, como si su chiringuito de patrañas fuese exportable más allá de las fronteras de su estupidez, dando por sentado que los demás son proporcionalmente tan tontos como ellos son mentirosos.

Son especialmente despreciables las mentiras ideológicas, aquellas que son orquestadas para mover a las masas en beneficio propio. Muchos políticos trabajan con este modus operandi sin pudor, con la ceguera de los simples que ignoran que «antes se pilla a un mentiroso que a un cojo». Cruzadas, Colonialismos, guerras, genocidios siempre fueron gestados con mentiras. Es el «Putin» gen del narcisismo humano puro y duro, sin más, y contra el que debemos luchar para ser mejores.

Vivimos en un mundo de mentiras ideológicas y fakes news constantes que se mueven a la velocidad de las redes sociales. Si son despreciables las mentiras ideológicas, aún son más nauseabundas aquellas que buscan el sufrimiento del prójimo, incluso previéndolo y auspiciándolo. Entre los incontables ejemplos históricos, rescato a Joseph Goebbels quien, con la intención de que el Tercer Reich invadiese Polonia, dejó un reguero de cadáveres con uniformes nazis en la estación radiofónica de la ciudad polaca de Gliwice. En realidad, no eran alemanes, sino muertos polacos que acabarían dando coartada a una invasión nazi.

Durante estas últimas semanas tras la invasión de Ucrania hemos visto más de lo mismo. Es imposible dejar de sentir desprecio e indignación por las repugnantes mentiras de Vladimir Putin. Son tan cínicas, torpes y ridículas que solo el maldito fanatismo puede enmascararlas para ser compradas por ignorantes… o interesados. Duelen los «no invadiré Ucrania» al tiempo que prepara una guerra nuclear, el apelar al diálogo en el mismo momento en que bombardea a la población civil y todo el racimo de falsedades que se desatan en cadena para mantener la primera. Del pseudo dictador zar y presidente ruso ya solo se pueden esperar mentiras criminales, aquellas que nacen aliadas con el mal y que solo pueden tener acogida entre los malvados y los tontos.

Hoy nos sentimos orgullosos de ser europeos y de vivir bajo el amparo de una democracia que, sí, a veces miente, pero que sabe detectar y condenar las mentiras insultantes y genocidas, como las de este tipejo que no tiene perdón humano. No sé de Dios. Eso que lo digan los líderes ortodoxos que lo han apoyado.