Difícilmente existe situación universal más grave en este momento, -dado el sufrimiento humano, la devastación material, el caos económico y la posibilidad real de una debacle nuclear-, que la ocultación de la verdad. No es mi intención entrar en el debate filosófico de lo que la verdad sea. Solo quiero afirmar que para descubrirla nos hará falta buscar lo permanente: la verdad, frente al deseo de poder absoluto y expansivo, que puede dar fama transitoria, pero acabará dejándole con las manos vacías, pura apariencia e ilusión evanescente.

Es difícil saber lo que anida en el interior de quienes han ideado el hostigamiento, la ocupación, el despojo y la guerra, disfrazados de necesidad. Son demasiados los calificativos que se han escrito: delirio, maldad, atrocidad, deshumanización, indignación, desastre, escalofrío, desalojo, ruina, intervención, caos, catástrofe, fracaso, impopularidad, indecencia, enajenación, desvarío… A pesar de todo, solo quiero referirme hoy a lo que en cualquier caso es el deseo de un poder desmesurado.

Ayer, como hoy mismo, la verdad está oscurecida y la justicia ignorada. Donde no hay verdad hay mentira, y en ese territorio la paz se tambalea.

Canta Silvio Rodríguez, … «si un día me demoro, no te impacientes, yo volveré más tarde. Será que a la más profunda alegría me habrá seguido la rabia ese día…»

Ese día. Cuando sentimos tan cerca la tristeza y la mentira, donde se aloja la pobreza, la rabia se convierte en vocación, en busca de la forma de detener esta frenética carrera desde la estupidez y la indecencia hasta la trágica ubicación de los desubicados.

La misma razón que tuvo monseñor Romero, santo desde octubre de 2018, al denunciar que le tocaba «ir recogiendo atropellos, cadáveres y todo lo que va dejando la persecución». En su recuerdo y homenaje se celebra cada 24 de marzo el Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas.

No hay espacios para la indiferencia, pues se siguen contando por montones las víctimas de la inseguridad y la violencia, los que se quedan sin casa y sin trabajo, sin raíces y con la necesidad de hacer magia para sobrevivir.

Ni nos quedan espacios para la injusticia, pero tampoco para la desesperanza, pues la respuesta de tantos nos traslada al territorio de la única humanidad que merece ser vivida.

«Si eres neutral en situaciones de injusticia has elegido el lado del opresor», como proclamó Desmond Tutu, arzobispo anglicano y premio Nobel de la Paz en 1984, recién fallecido el 26 de diciembre del año pasado.

La mejor manera de honrar a las víctimas de la guerra es propiciar el reconocimiento de la verdad de lo que pasa, hacerles justicia y reparar el daño causado, permitirles mantener la dignidad que tan furtivamente quieren arrebatarles.

Fundación por la Justicia ha decidido, hasta dónde sea posible y seamos capaces, contar lo que la verdad exige, facilitar la acogida de quiénes han quedado desalojados de su vida y de su tierra y propiciar que se haga justicia a través del reconocimiento de la verdad duradera, de la reparación, del perdón tras la condena, que impidan toda repetición.