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Trampantojo

La realidad de la política española actual

De nuevo hemos de agradecer al arte que nos descifre lo que vemos. Resulta tan extraño todo en la realidad, en lo que interpretamos que es la realidad, que pasamos el día formulándonos preguntas sin que jamás acertemos con la respuesta.

Pues bien, para empezar a aclararnos, nada mejor que acudir a la exposición del Museo Thyssen en Madrid donde se exhiben varios siglos de arte dedicado al engaño, al trampantojo, ese delicioso galicismo (no como el abominable “poner en valor” que tienen hoy todos los botarates en la boca). Un centenar de lienzos donde el placer consiste en otorgar dignidad artística a los juegos ópticos, al ilusionismo, al encantamiento de las sensaciones.

Muros fingidos y paredes que no existen, puertas, ventanas, naturalezas muertas, flores, hornacinas, armarios, escenas de caza … todo un festival de realidades que no lo son, de visiones fantasiosas, una especie de pucherazo a gran escala dado con los pinceles al sentido de la vista.

El trampantojo va mucho más allá de la pintura, el trampantojo seduce, ilusiona, nos encapricha, nos proporciona minutos de felicidad que guardamos en una hucha para sacarlos de la oscuridad cuando hemos de enfrentamos a la áspera existencia. El trampantojo rompe de manera festiva la armonía de las cosas, despierta nuestros sueños adolescentes, desacraliza el cosmos y nos hace olvidar que el mundo es herida. Y que de él podemos huir por una ventana que no existe porque es una ficción.

Es por ello el trampantojo la apoteosis de la ironía y el sarcasmo. Y quien lo pinta es un malabarista disfrazado que nos escamotea lo que por un momento habíamos creído, como llegamos a creer en el cine que el polvo que echan los actores es real, carnoso y sudoroso. Bien pensado acaso sea este el mayor trampantojo y el que más dura en nuestras imágenes.

Creo, en definitiva, que el trampantojo es el monigote que nos cuelgan en el traje de boda y que, al desvestirnos, descubrimos como un mensaje de los invitados que nos indica que todo lo vivido ha sido eso: trampantojo.

Pues bien, ahora apliquemos esta teoría, apresuradamente descrita, a la realidad y veremos cuán tranquilizadora resulta.

Y así, si creemos que las Cortes Generales son un Parlamento de verdad, donde se discuten proyectos de ley y toman la palabra oradores disertos, entonces nos encabronaremos porque lo que vemos y oímos nos transmite una decepción atosigadora. Pero si lo consideramos un trampantojo, una bombilla roja en la chimenea, entonces quedaremos tranquilos e incluso advertiremos ingeniosidades que, de otra forma, se nos habrían escapado.

Aplíquese lo mismo al presidente del Gobierno o a los ministros y diputados. Si pensamos que son señores / señoras circunspectos, serios, cultos, con un gran caudal de lecturas sesudas, con ideas propias, con proyectos honrados, si creemos todo esto, digo, entonces la desilusión nos aplastará y nos arrasará la libido que es como los ilustrados llaman al estado que vive el cachondo o verriondo.

Pero si, por el contrario, nos percatamos de que todos ellos son trampantojos, figuras de un caballete deformadas por el capricho de la óptica, entonces quedaremos tranquilos y en disposición de abrir una botella de vino y disfrutarla con unas gambas o unas almejas a la marinera.

Y así seguido. Viva pues el trampantojo y hagamos de él la cuenta corriente en la que anotamos lo que de jaranero tiene la vida. Que para lo aflictivo ya están quienes practican la caligrafía de la vulgaridad, la ignorancia y el dolor.

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