Los debates en torno a la educación suelen centrarse en complicadas y muchas veces ineficaces cuestiones de carácter organizativo y marco legal. Es el terreno en el que se mueve la esfera política y sus actores principales. Sobre todo, porque el carácter ideologizado del debate y las fulgurantes transformaciones tecnológicas impiden vislumbrar las necesidades formativas de los individuos del siglo XXI.

El paso del paradigma analógico al paradigma digital está haciendo tambalear los cimientos de un sistema educativo que es lento en el proceso de adaptación al nuevo escenario. La pregunta de la que se debería partir en esas discusiones sería plantearse hasta qué punto la escuela en este país está formando a los ciudadanos para un presente en transformación constante fruto de la digitalización o para un futuro extremadamente incierto como ha demostrado la pandemia. La tecnificación ha modificado la conversación social de manera radical y la escuela funciona en parte todavía con una tradición metodológica netamente analógica en la trasmisión de conceptos y de conocimiento. Y por ese motivo, muchas discusiones en torno a la educación suelen poner el foco también en las metodologías innovadoras basadas en avances de la neurociencia y en el hecho de que la incorporación de las nuevas tecnologías como solución a esta falta de respuestas.

Por otra parte, los resultados mediocres en pruebas diagnósticas de referencia europea llevan a los políticos de cualquier signo a plantear reformas del marco legal que se superponen a otros marcos legales de otros grupos políticos en aras de una supuesta mayor calidad educativa. Para compensar esta anomalía tan propia de nuestro país se ha introducido en los últimos años la idea de la necesidad de un pacto educativo nacional. Es decir, un acuerdo entre los distintos componentes del sistema político y educativo que genere un marco estable para varias décadas.

Lo que la sociedad en su conjunto debe plantearse en torno a la escuela es qué es aquello a lo que se debe destinar el tiempo en las aulas. Para muchos, lo fundamental es la instrucción entendida esta como la mera transmisión de conocimientos técnicos para desarrollar una carrera profesional. Se trataría, para este grupo, de la creación de un cuerpo de trabajadores y profesionales que hagan crecer económicamente al país y progresar individual y colectivamente. De ahí que haya que pensar que es lo que conviene que los jóvenes estudien en función de las necesidades sociales y, sobre todo, económicas.

Pero una escuela al servicio del sistema económico imperante no parece el modelo ideal. Un país necesita un espacio de formación y desarrollo social con unos objetivos más ambiciosos enraizados en los valores humanísticos esenciales. Sin, por supuesto, renunciar a la transmisión de saber técnico y científico que haga avanzar a una sociedad en los diferentes ámbitos del conocimiento. En la tradición de la escuela agustiniana y su pedagogía, por ejemplo, ambos elementos -razón y emoción- se dan la mano y se complementan para forjar individuos completos que aporten a la sociedad tanto en el campo de la ciencia como en una dimensión más social y solidaria.

En todo este proceso de definición de los contenidos que se deben incluir en los planes de estudio hay materias que son incuestionables por tradición y necesidad de conocimiento de nuestro pasado como pueden ser, entre otras, las matemáticas y la historia. No obstante, hay otras asignaturas que deben diseñarse para poder gestionar el complejo mundo actual, que va creciendo en una dirección nítida. Me refiero a todo lo que tiene que ver con la imagen y la comunicación audiovisual, con los relatos tejidos en el entorno digital del siglo XXI.

La necesidad de instrumentos y herramientas de descodificación de lo audiovisual han sido muy necesarios en el pasado, pero son irrenunciables para los ciudadanos del siglo XXI. Asimismo, la capacidad de producción de mensajes audiovisuales coherentes y con rigor estético debe ser otorgada a todo aquel que vaya a la escuela como parte imprescindible de su formación académica. Nadie en su sano juicio renunciaría que a que los niños aprendieran a leer y a escribir en sus primeros años de escolarización.

Hoy debemos exigir lo mismo en lo que se refiere a la comunicación a través de imágenes y sonidos al menos en dos dimensiones. Como receptores de multitud de impactos audiovisuales desde nuestra más tierna infancia, ante los que debemos desarrollar una capacidad de deconstrucción eficaz en aras de evitar la manipulación emocional e ideológica. Y en tanto que creadores de contenido, desarrollar en los jóvenes la capacidad de generar mensajes audiovisuales bien construidos, tanto en forma como en contenido, que ayuden al desarrollo personal y social. Y en este sentido, es indispensable estimular la creatividad como motor del aprendizaje a través de la generación de imágenes y de relatos audiovisuales con sentido y cierta estética. Para conseguir este doble objetivo, la asignatura denominada Cultura Audiovisual debería ser materia de oferta obligatoria en todas las modalidades de Bachillerato en lugar de ser eliminada del segundo curso del Bachillerato de Artes como propone la nueva ley educativa que entrará en vigor el curso que viene.