Las procesiones de Semana Santa se parecen a esos grandes templos que los turistas recorren y admiran más allá de sus creencias. Las imágenes, los cofrades y las andas exhiben su poderío contra viento y marea. El rechazo a la Iglesia es cada vez más generalizado, los templos están cada vez más vacíos y la media de edad entre sus fieles suele rondar los 60 años, ¡pero muy pocos en España se atreverían a cuestionar la Semana Santa! Para la mayoría de la población es un acontecimiento turístico y con un valor cultural incuestionable. Lo sorprendente es que alguien lo pueda evaluar como el reducto de una fe escondida y silenciada, cuando, en muchas ocasiones, solo se trata de folclore.

Lo cierto es que ni siquiera estas procesiones son capaces de llenar los templos durante la Semana Santa. La gente es más proclive a seguir al Cristo sentada en una terraza y con una cerveza que a entrar a la iglesia para que le expliquen el sentido de todo aquello. Soy consciente de que esto es un motivo de reflexión para la Iglesia, atrapada en su laberinto de buena voluntad. Su honesto mensaje de esperanza y con más de dos milenios de antigüedad se ha convertido en una puesta en escena teatral que gran parte de la población consume ajena a la intención evangelizadora de ella misma. Para los espectadores es cultura, es tradición, es sentimiento, pero poco de eso se transforma en una vinculación a la fe. Es más, me atrevería a decir que a muchos los aleja de este objetivo porque es el vivo reflejo de una Iglesia anticuada, anclada en un mundo que ya no existe.

El nacimiento de las Hermandades y las Cofradías se sitúa alrededor del siglo XV, aunque toda la liturgia de estas celebraciones recibió un gran impulso a partir de la Contrarreforma, cuando la cristiandad consideró que había necesidad de aferrarse a su identidad frente a la oscura escisión protestante. Las procesiones son fruto de un momento histórico diferente, y ese mundo ya no existe. Cambia, todo cambia, como cantaba la argentina Mercedes Sosa, y lo que no cambió ayer, habrá de cambiar mañana. De hecho, la realidad social siempre ha provocado transformaciones a lo largo de estos dos mil años y es por ello que, entre otras cosas, la Iglesia ha ido cambiando con ellos también, aunque algunos no lo quieran recordar.

No discuto el valor cultural de la Semana Santa vivida en las calles. Solo intento reflexionar sobre el efecto espejismo que tiene para la Iglesia este movimiento de masas. Una inmensa multitud de hombres y mujeres de buena voluntad no aceptan ni comprenden su mensaje y su discurso les suena como una lengua arcaica y, lo que es peor, causa rechazo social a una gran parte de la población. Hay una profunda incoherencia en todo esto, un signo de que la Iglesia debe buscar nuevos signos, nuevos lenguajes, nuevas fórmulas para transmitir esa esperanza que transforma la vida de muchos. Es una institución que está llena de muchas miserias, sí, pero, sobre todo, de mucha buena voluntad y de cristianos, como yo, que temen que un día todos salgan del templo a ver pasar el Cristo por la avenida y, al final, ya no quede nadie dentro.