Hace años se hizo popular en nuestro país una canción cuyo estribillo hacía referencia a lo que le pedimos a Dios; y lógicamente el título de la tonadilla es «solo le pido a Dios». La lanzó al mercado Mercedes Sosa; pero también la interpretó Ana Belén, a veces a dúo con el malogrado Antonio Flores o Víctor Manuel. En la canción se reitera pedir a Dios que la guerra no me sea indiferente. Que el dolor no me sea indiferente. Que la reseca muerte no me encuentre vacía y sola sin haber hecho lo suficiente. Sólo le pido a Dios que lo injusto no me sea indiferente. Que desahuciado está el que tiene que marcharse a vivir una cultura diferente. Hay quien tiene la sensación de vivir en un mundo irreal y fantasmal. ¿Por qué tanto sufrimiento? ¿Por qué tanta barbarie? ¿De verdad está sucediendo lo que nos cuentan los noticiarios y los diarios? ¿Será acaso un mal sueño y todo es irreal? No encuentro una respuesta satisfactoria ante la misteriosa maldad humana. Hace unos días vi una pintada en un muro que textualmente decía «La realidad no es real». No sé si el autor del aserto se refiere a que la realidad que nos cuentan no es real; o a que no debería serlo; o bien a que, contra toda evidencia, a él no le parece tal. También puede interpretarse, yendo más lejos, a que la realidad como tal es inexistente y lo que nos sucede es meramente mental, puesto que la realidad la fabricamos nosotros. La sugerencia de la frase está ahí, en un muro, para que nos demos coscorrones contra él, tratando de deshacer lo que nunca se debió hacer. Fue T. S. Eliot quién afirmó que el ser humano no soporta excesiva realidad; aunque el dolor, el que sea, y la muerte vienen a despertarnos de nuestro sueño.

En el libro XIX de «Civitate Dei» S. Agustín escribe: «Quienes creen que el fin de los bienes y de los males se hallan en esta vida, y así radican el sumo bien en el cuerpo o en el alma, o en los dos juntos, o, para expresarlo más explícitamente, en el placer o en la virtud, o en ambos a la vez…; estos, con extraña vanidad, hacen depender la felicidad de sí mismos. Y la verdad se ríe de este orgullo». Frente a los males de la guerra no vale la indiferencia: quien se comporta así pierde lo genuino del sentimiento humano. A diferencia del animal, el hombre sabe que habrá de morir. No querer morir es algo constitutivo de todo ser. Como amenaza -que destruye incluso la autoafirmación moral de no querer morir- se encuentra la locura. La destrucción es locura; pero es también el momento de la lucidez.