La segunda vuelta de las elecciones francesas ha tenido en vilo a Europa. En esta ocasión, a diferencia de las anteriores, Marine le Pen tenía alguna posibilidad de ganar. El miedo era que ocurriera algo parecido al «efecto Trump» que hace algunos años tuvo lugar en las elecciones de E.E.U.U. Finalmente ha ganado Macron con un 58,5 % de los votos. Pero, aun así, lo cierto es que la ultraderecha, con un 41,5% cada vez se aproxima más a asaltar los cielos europeos. Esto significa que fuerzas que no creen en demasía en las democracias liberales convencen cada vez más a una parte de los ciudadanos.

Si bien el XX fue un siglo convulso, ensombrecido por guerras mundiales, totalitarismos y crisis económicas, también lo fue de avances igualitarios y, por ende, democráticos. La declaración de los derechos humanos; el surgimiento de consensos políticos entre liberalismo y socialismo concretados en el modelo de un Estado social de derecho; los largos periodos de paz y la extensión del sistema democrático en multitud de rincones del planeta. Todos estos elementos son síntomas de un progreso social. A esto se refiere S. P. Huntington con su idea de una «tercera ola» de la democracia, que se produce, entre otros factores, por la caída del muro de Berlín y el tan celebrado «nuevo orden mundial» democrático.

Aunque Huntington fue prudente y no se dejó llevar por un optimismo radical, pues, según él, la democracia da «dos pasos adelante y uno atrás», no parece que el autor anticipase en ese momento que tan solo unas décadas más tarde se produciría un declive de la ola democratizadora. Ni siquiera los neoconservadores de los años ochenta dudaron de esta ola, aun poniendo sobre la mesa los males que produce un exceso de democracia.

Desde la crisis del 2008, no obstante, se está poniendo en duda este ideal. No faltan los motivos para estas dudas, que se unen a un cambio de pensamiento y, me temo, también de ciclo: el aumento de la desigualdad, la corrupción política o el eslogan que articuló el 15 M –»no nos representan»–. Ahora, la pandemia y la guerra de Ucrania llueven (relampaguean) sobre mojado. El peligro hoy para las democracias ya no son los todavía no lejanos golpes de Estado, sino de un debilitamiento de sus propias estructuras, y de la desafección de su protagonista, el pueblo.

Una situación que Yascha Mounk expuso en un libro con el llamativo título El pueblo contra la democracia. En su estudio se constata que muchos ciudadanos llevan tiempo desilusionados con la política, sintiéndose impacientes, enfadados y desdeñosos. Resulta preocupante la apertura de votantes hacia opciones alternativas de tipo autoritario, abiertos al ascenso de las democracias «iliberales» (elecciones sin libertades).

Dicho ensayo es un análisis sobre el auge del populismo, es decir, de ideas extremas que rompen consensos ya asimilados; además del nuevo rol de las redes sociales, o la creciente monarquía del miedo (Martha Nussbaum)... Pero, más allá de esta sintomatología, la audacia del libro consiste en la propuesta de algunos remedios: tomarse en serio el arreglo de los desajustes económicos, la renovación del Estado de bienestar, la necesidad de una fe cívica o el regreso de la confianza en la política. Añado: la reformulación de una cultura socialdemócrata global frente a la economicista del neoliberalismo (y su secreta revolución, como dice Wendy Brown) que está en la base de rumbo tomado en este inicio del siglo XXI.