Nuestra sociedad condena la corrupción con el desprecio de los honrados, pero con el mismo dedo acusador que desnuda la desgracia o el exceso del vecino, calla con hipocresía esas pequeñas infracciones que una gran mayoría esconde bajo la alfombra del interés sin escrúpulos. En el corazón de nuestra sociedad vive el afán por el exceso, el premio a los mediocres y esa moral de quita y pon que los interesados siempre creen discutible.

La prevaricación no deja de ser una manifestación más de la corrupción, pero en este caso, de la justicia. Se produce cuando una autoridad, un juez o un funcionario público dicta a sabiendas una resolución injusta. Estas artimañas son bien conocidas —y sufridas —en el ámbito privado. El «aquí mando yo» es capaz de encumbrar la mediocridad y alentar corruptelas por el bien de la empresa o por el capricho de quien detenta el poder. Puede ser injusto un ascenso, una gratificación o un cargo… pero es lícito en la empresa. Como diría Palomo, «yo me lo guiso y yo me lo como». Sin embargo, cuando esto sucede dentro de la administración pública estamos ante palabras mayores y, simple y llanamente, recibe el nombre de prevaricación. Y es un delito.

Por todos es sabido que una administración debe garantizar el cumplimiento de las normas. Sí, eso está muy bien en la teoría. Sin embargo, también intuimos que constantemente existen esas pequeñas prevaricaciones que pasan desapercibidas ante el radar de la ley. ¿Por qué? Pues porque se normalizan, porque se intentan evitar los problemas y, en el fondo, existe ese «hoy por ti y mañana por mí», porque esos favores mutuos sirven para medrar o mantenerse, según el caso. ¡Y tanto que sirven! Solo hay que verlos, con la incredulidad que nos ofrece la inocencia, pero bien visibles, muy visibles. Y están. Todos podríamos sospechar el nombre de alguno. Bien es verdad que, a veces, una oposición política lo airea y cae el chivo expiatorio de turno —como si se echara a suertes —, ¡pero no lo hacen por cambiar las cosas!, sino por sacar tajada. «Hoy por ti, mañana por mí».

Estoy refiriéndome a la concesión de subvenciones por el simple hecho de la presión en las altas esferas —sea en un ayuntamiento o en un gobierno —; promociones laborales y pago de retribuciones con escasos o nulos criterios de objetividad, más bien por amistad con jefes, concejales o ministros; el mirar hacia otro lado ante conductas de absentismo laboral o deserción de responsabilidades con una inverosímil impunidad; la renovación de contratos temporales a empleados poco profesionales para evitar enfrentamientos; la gestión de esos recursos humanos que no tienen en cuenta la capacidad y la iniciativa del empleado, sino el servilismo de aquellos con quienes toman las decisiones.

Por supuesto, esto será negado por la inmensa mayoría de sus participantes. Se trata de esas sutiles injusticias, de esas prevaricaciones bien apañadas, difíciles de demostrar y de denunciar, porque saben camuflarse muy bien. Al fin y al cabo, el hacerlo suele salir gratis, porque en la administración los errores, los amiguismos y el despilfarro los pagamos todos los contribuyentes, y no el responsable del delito de omisión o de acción interesada. Ni siquiera cuando hay denuncias y se pierden juicios: la administración paga, pagamos todos.

Siento que la corrupción está podrida en el seno de una sociedad que va perdiendo valores. Esos valores que deberían formar parte del ADN de la educación presente. Debemos apostar por un futuro, no utópico, pero sí en el que participar de la injusticia coloreara la cara a más de uno. Hoy por hoy, muchos de los que se sientan en el Olimpo de la impunidad pública no se darán por aludidos, pero no por ello vamos a callarnos. No deberíamos hacerlo.