Si a uno, horas antes de la remodelación del Consell, le hubieran anunciado la salida de Vicent Soler del Olimpo valenciano, en esas habituales conjeturas que se transmiten entre los pobladores de alfombras y pasillos institucionales, hubiera pensado que mi interlocutor sufría un trance místico de vesania. Que estaba tomado por la demencia, vamos. Soler es un puente y una encarnación. Entre el menú de la ingeniería civil, el puente es el elemento supremo: salva abismos y ríos y une culturas y personas, y lo hace como flotando, en un juego aéreo. El camino es más prosaico: basta esforzarse pisando la tierra para abrirlo. Soler enlazaba los dos únicos socialismos -digámoslo así- que han existido en esta periferia desde que los fenicios comenzaron los primeros saqueos (dejemos fuera de esta pesada nómina de responsabilidades al presidente Ximo Puig). El de Lerma y el actual, con dos décadas de diferencia. Fue consejero de Administraciones Públicas con Lerma en un tiempo donde las modernidades buscaban lo absoluto y lo ha sido de Hacienda en una época de vértigos postposmodernos y exploraciones de lo momentáneo (y de almidonadas moralidades). En sus dos encarnaciones del Espíritu, nunca ha abandonado sin embargo su otra y más sincera encarnación. Vicent Soler «es» la tesis doctoral de Alfons Cucó, El Valencianisme polític, todo de una pieza y en vertical, desde el pie izquierdo hasta su última cana, si la hubiere. Y no sólo el valencianismo político, sino el cultural, pues sería un desvarío laborioso y empobrecedor levantar una frontera imaginaria entre el uno y el otro. El que partió del XIX, el de Constantí Llombart, el de don Teodoro, el de Nicolau Primitiu, el de Martínez Ferrando, etc, filtrado, años después, en aquella metamorfosis fusteriana manufacturada durante el primer plan de Estabilización y con la colaboración inestimable del señor Domecq, que aún colea. Soler era la pieza en el Consell que encadenaba todo ese magma histórico, fundido en la Transición democrática como una obra en hierro de Alfaro. Digo en el Consell, y miento. En la parte socialista del Consell, mucho mejor. Arcadi España, su sustituto en el Palau del Almirall, nació un año antes de la muerte de Franco, y por tanto todo ese paisaje con postal al fondo de la Transición, las «batallas» de Valencia, y «el riu es nostre y el volem verd», y «nucleares, no, gràcies» (como ahora!) y «som valencians, mai catalans» le pilló descubriendo todavía las inexactitudes de la vida, al mismo tiempo que las inexactitudes del biberón. O por ahí. Más tarde ya adivinaría que un hombre puede ser enemigo de otro hombre, pero no de una luciérnaga, de una palabra o de un riachuelo. Pero eso es otra historia. El caso es que Soler ha abandonado el Consell, y dado que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica, volveré a subrayar lo ya subrayado: que sin Soler el Consell -la parte socialista del Consell- esfuma un ciclo de existencia y un modelo de compromiso. Ya solo queda Puig para enlazar la orilla del pasado. Igual ha arrumbado a Soler para quedarse solo ante Dios y ante la Historia.