Hoy hace una mañana tórrida. Es viernes de mayo y el alumnado de 2º de Bachillerato ultima los preparativos de su graduación. Su jolgorio contrasta con mi jornada tediosa: una primera hora de clase con 3º de ESO y tres de espera para la siguiente sesión. Ahí cierro la semana laboral. Pensaba comentar la violación de dos niñas de 12 y 13 años en una casa abandonada de Burjassot. La jueza acaba de dejar en libertad a los cinco violadores detenidos, tres de 16 años, otro de 15 y uno de 17. La Fiscalía había solicitado llevar a cuatro de ellos a un centro de menores en régimen cerrado. La jueza considera que «no es el momento procesal para adoptar una medida cautelar tan gravosa». Desconcierta esa expresión: «no es el momento». Omite precisar cuándo es el momento. Han violado a dos niñas, sí, niñas. Pero bueno, ¡no es el momento!

Suena el timbre. Me espera la última sesión: el alumnado de Valores Éticos de 1º ESO. Voy ofuscado, molesto, cansado. Minutos antes he visto unas imágenes de aplausos y vítores a los violadores a su salida del juzgado. Honores de héroes o futbolistas a los artífices de una violación grupal, una manada en toda regla para los tipos que violaron a dos niñas. La profesora sigue en el aula y el ruido es ensordecedor. El caos en estado puro. Un alumno llora desconsolado. La compañera me pide que salga un segundo del aula. Mucho ruido, demasiado estrépito. No la escucho, no entiendo nada, ignoro el motivo por el que llora el muchacho. Quiero detener la algarada y animo a que se marchen rápidamente a los de Religión, algo que suelo hacer con sumo agrado. El chico que llora no quiere pronunciarse. Bueno, a lo tuyo, Agustín, me digo a mí mismo. Pienso también que es mi última sesión de la semana. ¡Eah! Mis chicas y chicos desconocen la noticia de la violación grupal en Burjassot. Recabo la información más elemental. Una alumna no me deja terminar: «¿Para qué quedaron con unos desconocidos? ¡La culpa es de ellas!» Aquí uno ya se desborda fácilmente. Respiro. Bueno, espérate. Vamos a buscar otras preguntas más pertinentes para esta jovencita. A ver qué piensas: ¿Pueden los chicos violar a las chicas? ¿Se puede recriminar a unos chicos que violen a dos niñas? ¿Te puede ocurrir como chica? ¿Y a mí como chico? ¿Por qué? ¿Será mucho decir que los chicos usan la violencia sexual como divertimento? ¿Y a las chicas como trozos de carne? Otra alumna insiste: «Ya, ya, pero si no hubieran ido no habría pasado nada». Respiro de nuevo. El calor aprieta y los nervios me hacen sudar más. ¡Mira! ¿Sabes qué pasó ayer con una alumna de 2º ESO? Un chico le dijo dónde iba con ese pantalón tan corto. ¿Piensas que el problema era su atuendo? ¡Por cierto! ¡Tu pantalón es igual de corto! ¿Será ese el problema? Ahora es pronto, pero algún día podréis leer libros como Misoginia judicial. La guerra jurídica contra el feminismo de Beatriz Gimeno (La Catarata) o ¿Cerró usted las piernas? Contra la cultura de la violación de Marta Jaenes (Ediciones B) y entenderéis todo mucho mejor.

Las dos intervenciones tienen su cuórum. Hay que ser más contundente, me digo. La postura que tomáis me parece peligrosa, por machista, por sexista, porque culpabiliza a la víctima y deja de lado a los violadores, como si pudiéramos justificar su violencia sexual contra dos niñas. Insisto: ¡niñas! Interviene otra chica, sí, otra niña. Los chicos no dicen ni pío. ¿Nos estás llamando machistas como siempre? Pues sí, la verdad. Respondo ya mosqueado. Prosigue la alumna: en esta asignatura no podemos opinar, siempre nos juzgas y si decimos lo que pensamos nos suspendes. Sólo pones buenas notas a la gente que no interviene. Otra compañera se anima: ¡Eso piensa todo el instituto! Vamos a ver, intervengo: ¿Podemos volver al tema? Hoy han salido cinco tíos que violaron a una niña y se les aplaude como ídolos. Cinco violadores o presuntos, dicen. ¿Qué pensáis? Es entonces cuando un chico quiere participar: ¿Qué hora es, Agustín? Hace calor. Lleva razón en lo último. ¡Mucho calor! ¡Estoy abrasado de los nervios! Antes de sonar el timbre escucho esta frase: «Esas dos chicas son unas descerebradas». Como tantas veces, recojo mis cosas y no digo ni adiós. Se van sin despedirse. De repente se acerca una alumna que habla con tono bajo y discreto: «Agustín, mi madre me llamó ayer para que viera en televisión la noticia que has comentado. Y me dijo lo mismo que tú. El problema no es la niña, sino esos chicos». Emocionado le sonrío y le digo: «gracias, muchas gracias».