No hubo ninguna duda en las redacciones el 7 de julio. El chupinazo de los Sanfermines abrió todos los informativos. Con los criterios que determinan el reparto de espacio en las escaletas de los programas que, según los académicos, siguen construyendo la realidad social, el aval del Parlamento Europeo a considerar el gas y la nuclear como energías verdes lo tenía crudo, por seguir en el campo semántico.

Las presiones de alto calibre de los de siempre, los precios de la electricidad y la guerra en Ucrania han pasado por encima de las buenas intenciones de la UE en la lucha contra el cambio climático. Francia exigía el reconocimiento expreso de la nuclear como fuente libre de emisiones de CO2 y Alemania no puede vivir sin el gas ruso. El motor económico necesita reconciliarse con esta energía para transitar a ritmo pausado a un sistema apoyado en las renovables.

Obviamente el gas es un combustible fósil, el enemigo a batir en la crisis climática. No es nada verde, pero incluirlo en esa taxonomía de colores es necesario para recibir ayudas económicas y seguir funcionado como hasta ahora, se justifican los comisarios, para quienes Europa no está preparada para abandonar las energías sucias. La duda ofende, pero inquieta la sospecha de que haya existido una verdadera voluntad de hacerlo.

La decisión está siendo más que criticada por la comunidad científica, las organizaciones ecologistas y todo aquel que se creyera la agenda verde europea, incluidos muchos valencianos tan contentos de vivir en una de las cien candidatas a ser una ciudad climáticamente neutra en 2030.

Por casualidad, ando estos días viendo la última temporada de «Borgen». Birgitte Nyborg es ahora ministra de Exteriores y tiene que lidiar con el descubrimiento de petróleo en Groenlandia. El programa electoral del partido que lidera rechaza sin contemplaciones los combustibles fósiles y ella responde ante el hallazgo como una convencida climática. Hasta que peligra su puesto y le ofrecen la oportunidad de modificar su discurso a cambio de mantenerse en el poder. Pensándolo mejor, extraer, refinar y poner en circulación el petróleo sería más beneficioso para groenlandeses y daneses que comprárselo a los países del Golfo Pérsico, que no respetan los derechos humanos.

Es una concesión necesaria para avanzar en la transición ecológica, a la que no renunciamos en teoría, pero a la que se va a llegar muy poco a poco. Es la realpolitik, dicen en la serie y también en la UE.