Apenas dos semanas después del confinamiento, la Conselleria d’Educació impuso vía decreto, sin entablar ningún tipo de diálogo ni negociación, una de sus medidas estrella en materia educativa: la llamada “educación por ámbitos”, una reorganización curricular en la que varias materias quedan fusionadas en una misma área de la que deberá encargarse un único docente. El resultado buscado es la reconversión de los especialistas de la ESO en docentes generalistas, asumiendo que así el alumnado se adaptará con mayor facilidad a la etapa secundaria y se reducirá el fracaso escolar. Por el momento, la medida solo es obligatoria en 1ºESO, pero sus ideólogos fantasean con que termine expandiéndose, como mínimo, hasta 3ºESO.

Esta transformación se enmarca dentro del paradigma pedagógico que inspira la LOMLOE, de la que las autoridades educativas valencianas pretenden ser vanguardia. Según la “nueva pedagogía” que impregna la legislación, los conocimientos específicos que cada materia aporta a la formación del alumnado son mucho menos importantes que las competencias que se pueden adquirir a través de la aplicación de “metodologías activas” transversales a cualquier contenido disciplinar. Así, ya no es prioritario – por ejemplo – conocer las partes de una célula o las costumbres de la Grecia clásica, sino que estos contenidos han de servir como meros pretextos para que el alumnado elabore algún producto, trabaje en equipo o practique hábitos de ciudadanía democrática. Por esto, los nuevos currículums que se han ido publicando este último mes resultan, en comparación con los de todas las leyes educativas anteriores, desoladoramente breves, superficiales y desestructurados; cuando lo importante es imprimir un cierto carácter en el alumnado e inculcarle una serie de habilidades básicas (soft skills, en jerga anglosajona), los conocimientos específicos de cada rama del saber quedan inevitablemente arrinconados. Y los especialistas devienen, en consecuencia, prescindibles.

No se nos malinterprete: el enfoque “práctico” de las materias resulta importante, y no tenemos nada que objetar a que el alumnado desarrolle proyectos, trabaje en grupos o se habitúe a los usos y costumbres democráticos. Pero estos loables objetivos no deben promoverse a costa de cercenar hasta el ridículo los temarios, imponer al profesorado metodologías de dudoso respaldo científico, acabar con las especialidades o desincentivar una mínima exigencia en el estudio. Se alega, quién sabe si desde el cinismo o la ignorancia, que mantener la actual estructura condenaría a grandes capas del alumnado al fracaso escolar, ocultando que la verdadera prueba de fracaso escolar es la cantidad de estudiantes que terminan su escolarización obligatoria con un conocimiento muy limitado de las disciplinas humanísticas, artísticas y científicas mediante las que el ser humano ha tratado de orientarse en esto del oficio de vivir. Y para solucionar tales déficits no hay metodología salvífica que valga, sino que se precisan recursos económicos y materiales, más profesorado y mayor inversión donde más se necesita, comenzando por reducir la ratio. Lo contrario no es solucionar el fracaso escolar, sino esconderlo bajo la alfombra maquillando las estadísticas por la vía de regalar aprobados y títulos que terminarán por no significar nada.

En el fondo, todo este experimento parece responder a que las autoridades han emprendido una auténtica cruzada contra las “explicaciones”. Hasta hace no tanto, cualquier docente sabía que su principal obligación en el aula era esforzarse por explicar su materia de la mejor manera posible: con paciencia, afán didáctico, atención a las particularidades del grupo y, claro que sí, mostrando empatía y ganas de ayudar, especialmente a quienes exhibieran mayores dificultades. El mejor cumplido que podía recibir un profesor era que “explica muy bien”; y la mayor amenaza para su autoestima profesional, las temidas palabras “es que no sabe explicar”. Acabar con los profesores que “explican muy bien” parece ser el objetivo del legislador, sustituyéndolos por aquellos que “organizan muy bien proyectos” o “diseñan muy bien situaciones de aprendizaje”.

Lo terrible es que si no somos los profesores quienes explicamos Matemáticas, Historia o Biología, nuestro alumnado tendrá que descubrir estos conocimientos fuera de la escuela. Y esto solo estará al alcance de aquellas familias que puedan compensar las carencias de un sistema educativo en el que la “gestión de las emociones”, la “digitalización” o la “resiliencia” pesan ya más que la cultura y el saber.