El verano suele ser un periodo que invita a la lectura y tuve la satisfacción de recibir muchos mensajes de lectoras y bookstagrammers literarias que acaban dándome sentido como escritor. Y menciono a las «lectoras» porque, desde el atalaya de mi experiencia, la distancia entre las lectoras y los lectores… es abismal.

En The Authority Gap, la ensayista inglesa Mary Ann Sieghart denunciaba que los lectores masculinos rechazaban leer a autoras femeninas y que ni siquiera un 20% de ellos les daban una oportunidad. No sé con qué estudios llega a estas conclusiones tan radicales, pero, aun siendo así, no es un hecho que afecte a las ventas de una manera determinante. Bien es cierto que, en Inglaterra, en este último año los autores más vendidos fueron hombres, pero según el New York Times, entre los 12 mejores libros de 2021, encontramos que la mitad son mujeres. Y en cuanto a España, entre los libros más vendidos estuvieron Javier Cercas, Fernando Aramburu y Arturo Pérez-Reverte, bien es cierto, pero por encima de los tres tuvimos a María Dueñas y, acompañando a los escritores mencionados, encontramos a Julia Navarro, Irene Vallejo o Ana Iris Simón. Al parecer, la censura masculina no les ha pasado demasiada factura.

En el mundo hispano, los grandes grupos editoriales y los sellos independientes están comandados por mujeres. En un 90%, diría yo: Elena Ramírez, Nuria Tey, Pilar Reyes, Sandra Ollo, Valeria Bergalli, Luna Miguel, Ofelia Grande, Silvia Sessé, Blanca Rosa Roca y podríamos continuar extensamente. Ninguna de ellas es sospechosa de no ser feministas, en el verdadero sentido de la palabra y no creo que el sector masculino les esté suponiendo ningún problema. Tontos y tontainas siempre existen, pero no creo que se produzca una censura por ser mujer, sino por las temáticas y los gustos, más bien.

Si atendemos a los barómetros y a las encuestas sobre hábitos de lectura, tanto en España como en otros países, coinciden en que las mujeres leen más libros que los hombres. La diferencia es de tan solo un 10%, dato un tanto generoso desde mi punto de vista, porque yo mismo, que soy hombre, lector, profesor y escritor constato a mi alrededor —incluido el mundo de la docencia —que, por lo general, los hombres no leen o lo hacen de manera extraordinaria. Es inevitable preguntarme con qué varita mágica obtienen estos datos las encuestas.

Evidentemente, el postureo y el recurrido tópico de la falta de tiempo es muy habitual, pero creo que, si hacéis una observación en vuestros entornos, constataréis algo parecido a lo que percibo en el mío: hay un 35% de la población que no toca un libro en su vida, pero, excluyendo a este grupo, son las mujeres quienes claramente nos llevan ventaja. De hecho, según el Barómetro de Hábitos de Lectura del Ministerio y Cultura y Deporte español, ellas no solo leen más libros, sino también más revistas y redes sociales. Los hombres suelen ser más de periódicos y sitios web, y con esto ya van bien servidos.

Por ello, yo le diría a Mary Ann Sieghart, la ensayista inglesa, que no se trata de que los hombres no las lean a «ellas». Simplemente se trata de que «no leen». Esta es la aplastante realidad. Un estudio británico a cargo de la National Literacy Trust (NLT), una asociación no lucrativa que promueve la educación en el Reino Unido, analiza que el problema arranca en la infancia. No es una cuestión de estereotipos sociales, como rápidamente apuntarían quienes todo lo solucionan con la diferencia de géneros, sino algo más propio con nuestra evolución madurativa. Según los estudios de la NLT, las niñas muestran más entusiasmo que los niños por la lectura y esto tiene una clara repercusión en los futuros hábitos de cada persona.

Los que pasamos muchas horas en los patios de los colegios o los institutos, podemos constatar que, quitarle cualquier tipo de balón a los chicos es como cortar las antenas a las hormigas o navegar mar adentro sin brújula. ¡No se aguantan ni ellos mismos! Por norma general y con muchas excepciones, necesitan del desahogo del ejercicio físico, empujarse a lo bestia o gritar igual que los gorilas. Son hábitos que se van diluyendo con la edad, pero que persisten en esa adolescencia en la que ellas se sientan hablar, compartir y hacer sus primeras reflexiones en grupitos o paseándose entre amigas compartiendo sus cosas. Es una cuestión de maduración que no atiende a ideologías. Ellas están más preparadas para la pausa de un libro y ellos necesitan de una calma que, cuando llega el verdadero estirón, ya es compartida con otros muchos intereses y tentaciones audiovisuales que ellas saben conjugar bastante mejor que los varones.

Al fin y al cabo, estas no son conclusiones definitivas, ni mucho menos, porque de todo hay en la viña del Señor, ya lo sé. Quizás, la apuesta por verdaderos planes lectores en los centros educativos consiga contrarrestar la fuerza de la naturaleza. Si hay algo rescatable en la nueva ley educativa es que alberga este espíritu de obligar a que, por sistema, exista un espacio para la lectura en el aula y para leer lo que les dé la gana, donde los libros no pesen demasiado, aunque vayan al gimnasio todos los días.