Como la multiplicación de los panes y los peces, pero sin milagros, los festivales musicales veraniegos, macros o pequeños, vienen prodigándose en los últimos años en nuestra Comunitat como uno de los reclamos turísticos tanto para gente joven —que puede ser un futuro poso clientelar— como para gente no tan joven. Sin duda, la gran afluencia de personas en cada edición celebrada venidas de aquí y acullá, máxime después de la pandemia, son una importante fuente de ingresos para la economía de los ayuntamientos convocantes y receptores, como bueno es el ocio puro y duro, así como el intercambio de culturas durante unos días.

Sabedor de todas estas circunstancias, ese lince del turismo que es nuestro secretario autonómico, Francesc Colomer —pionero y criticado en 1995, siendo alcalde de Benicàssim, por haber iniciado el FIB—, desde que se hizo cargo de Turisme Comunitat Valeciana ha sido un impulsor de los festivales musicales, reconociéndolos como uno de los recursos de interés turístico, recogido en Ley 15/2018, de 7 de junio, de Turismo, Ocio y Hospitalidad de la Comunitat Valenciana e incardinando al propio tiempo en la ley, en su artículo 19, apartado e) las sensibilidades hacia las personas con discapacidad con la obligación, por parte de las empresas de servicios turísticos, «de cumplir con la accesibilidad y adaptación de los servicios a las personas con discapacidad, según lo dispuesto en la legislación vigente».

No solo eso, sino que dada la trascendencia exponencial que han tenido en los últimos años estos eventos, con centenares de miles de asistentes a sus distintas ediciones y modalidades musicales, Turisme elaboró un código ético, en base a un turismo responsable y sostenible, con la columna vertebral de la hospitalidad rodeada por la musculatura de la cordialidad, respeto, inclusión, cuidado y profesionalidad, al que puede adscribirse cual empresa de servicio con vocación de mejorar, día a día, nuestro turismo.

La música, como el cine, como el teatro, como cualquier otra manifestación artística / cultural, contribuye a la formación informal de las personas. Durante años, afortunadamente pasados, las barreras arquitectónicas, urbanísticas, de la comunicación, etc., mantenían la exclusión de las personas con discapacidad que, en ocasiones, permanecían en una burbuja social aislados, postergados y persuasivamente autoexcluidos por no encontrar las condiciones favorables para minorar su discapacidad en muchos espacios o contextos de celebración, exposición, representación, proyección…, sino todo lo contrario, cuando salían lo hacían a territorio totalmente inhóspito de tal forma que les desanimaba, los derrotaba, para no repetir.

Las cosas, en los últimos años, han cambiado, notoriamente a mejor, en la inclusión de las personas con discapacidad en todos los órdenes —aunque todavía falta mucho por hacer—. Por eso, no se entiende, que uno de nuestros más emblemáticos eventos musicales, tal y como denuncia COCEMFE Comunitat Valenciana, bien por falta de empatía, bien por falta de cumplimento de protocolo —no quiero pensar de quebrantamiento del código ético antes aludido—, dejase a una joven de 25 años, que se desplaza en silla de ruedas, desamparada, con su evidente vulnerabilidad, entre miles y miles de jóvenes saltarines sin indicarle o ayudarle a ubicarse en la «zona protegida» con el consiguiente riesgo de incidente / accidente, tanto para ella como para quienes la rodeaban.

Por favor, aún a sabiendas de que estas situaciones no son generalizadas y que sería injusto meter a todos los festivales en el mismo saco —los hay con una sensibilidad especial para las personas con discapacidad, como el Rototom Sunsplash—, desde la buena voluntad hay que cumplir con los derechos de asistencia de las personas con discapacidad y movilidad reducida. Al respecto, los ayuntamientos, acogedores en sus lindes de los eventos, también deben velar por ese cumplimiento, como la Generalitat Valenciana, a través de Turisme, me consta que tomará cartas en el asunto para que los escenarios de exclusión no se repitan.