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El nombre que nos falta

Para dar nombres a las cosas no bastan las estadísticas. Hay que rodearse de personas como Wilde, Leopardi, Heine, Pítaco de Mitilene o Camba. De personas con espíritu crítico hacia sí mismos y los demás. ¿Cómo llamaríamos a esa percepción que zumba alrededor de nuestra cabeza cuando, mientras se acaba el mundo que conocemos, ordenamos la basura de reciclaje y escuchamos en todos los medios que la fe en Dios se divulga a través de la voz de pito de la millonaria Tamara Falcó? Los alemanes lo llamarían el «Weltwidersprüchlichenscheiße». Los franceses «le Nouveau vide». En español nos esperaríamos a saber cómo lo llaman los ingleses para copiarlo. En valenciano, esta sensación de impotencia frente a los males a los que el universo nos obliga a sufrir impasibles, tomaría el nombre de cualquier abuso estético y medioambiental, como el del PAI de Godella, que convertirá el paraje natural de la Torre del Pirata en terreno urbanizado. Tenemos una ley que impide que un funcionario desconozca la lengua de nuestras raíces, que está muy bien, pero ninguna que proteja los lugares donde plantarlas. Y qué quieren que les diga, hablar valenciano rodeado de una ensalada de rascacielos me trae a la mente esta alambicada imagen: una geisha atravesando el tráfico infernal de Tokio para dar ambiente tradicional a una fiesta opulenta después de haber reciclado el envase del sushi mientras ve cómo cruza por el cielo un misil norcoreano.

El spleen vital no proviene de las circunstancias que nos rodean. Las circunstancias vienen de personas que alternan el quedarse impertérritas, cuando les cuentas lo que piensas de sus actos, con asustarse, aunque no puedas dar miedo a nadie porque no tienes ningún poder. Los golpes de la actualidad que nos vuelve más histéricos y sensibleros desembocan en un combate de locuras. ¿Cómo vamos a mejorar nuestra economía, si después de una pandemia nos hemos embarcado en una economía de guerra? Es como celebrar una boda y después un bautizo. Los invitados tienen que cambiar de vestuario, comprar otro regalo, trasladarse, reparar las ampollas de los pies, intentar evitar de nuevo al familiar con quien no quisieron coincidir. Pero lo peor es cómo vamos a convivir con todos esos malestares que ya sufrimos a diario en el trabajo, en la familia, cuando buscamos aparcamiento, cuando nos echan de nuestro piso de alquiler, porque los caseros están viendo mejores oportunidades de negocio.

Puede que las personas a las que aludía antes no nos sometan a estas torturas por pura maldad, sino por someterse ellos mismos a un rígido mecanismo que funciona siempre de la misma manera y con la misma energía: el beneficio material. No piensen que soy un idealista. El materialismo no es el problema, sino la creencia de que el materialismo lo solucionará todo. Y especialmente creer en esa alucinación a rajatabla, tomándose demasiado en serio sus estadísticas y sus apuestas. La vida es espontaneidad, flexibilidad, creación. Lo mecánico es dureza, repetición, no amoldarse al contexto. Lo cómico nace cada vez que una norma substituye la infinita espontaneidad de la vida. Llama al orden a quien se deja atrapar por esa mecánica y prescinde de esa facultad de adaptación propia a lo real. Da igual que hagan cursos de yoga, de budismo, de mindfullness, tomen antidepresivos, se hagan socios de una protectora de animales o tiren sistemáticamente la basura a su contenedor correspondiente para apartarse del centro común real alrededor del cual gravita la sociedad. Por eso los cómicos de hoy en día son tan malos. Se han instalado cómodamente en las tragedias superficiales de la gente. Y explica que veamos a tantas personas devoradas por una sola pasión, sospechosamente idéntica a la de todos los demás: la apariencia física, que podemos conseguir a través de mil actividades acabadas en «ing», mientras que a nuestra tristeza pública no se nos ocurre ni un mísero apodo cariñoso que darle.

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