Me alegró reencontrarme con Dña. Araceli. Cuando la conocí, ella trabajaba impartiendo clases en primero y segundo de educación primaria. Una etapa difícil, pero preciosa, pues con su ayuda los niños van evolucionando, aprendiendo el mejor instrumento humano de inclusión personal y social: el lenguaje; así como se iba estructurando su mente con los primeros usos aritméticos y desarrollos de razonamiento.

Su estilo, centrado en el desarrollo personal y la socialización, estaba siempre orientando su comportamiento en el aula; pues, según pensaba, era el primer escenario que tenían los niños de la sociedad, más allá del que la familia les daba. Por ello, era muy importante pensar en cómo comportarse con ellos. En el aula los alumnos aprenderían el valor de seguir las normas, la importancia de que fueran personas bien educadas y sentirían si había justicia social como consecuencia de sus actos. Estaba convencida de que no podía tener alumnos predilectos. Eso era peligroso, porque no debía hacer que otros se sintieran olvidados, ni rechazados. Además, «los favoritos» podían escudarse en ello y actuar a sus espaldas, haciendo daño a otros, espoleados porque sentirían que ella los prefería, aunque ella no aceptara nunca que ningún alumno se considerara superior a otro personalmente ni ejerciera ningún tipo de desprecio, discriminación o violencia. Cuando ella era una joven maestra, no se hablaba de acoso escolar (bullying ¡qué bien suena en inglés!), ni se atendía tanto a los elementos socioeducativos que se dan en la escuela. A todos sus alumnos los trató como si fueran «alumnos únicos», al igual que hizo en su casa con sus tres hijos que, como le decía D. Enrique, su esposo, ella tenía «tres hijos únicos».

Le apasionaba leer. Leía textos clásicos, filosofía, historia, novelas, temas de innovación tecnológica y, sobre todo, reflexiones de pedagogos, de especialistas en educación y gracias a eso, ella había construido su modo de estar en ese micro-mundo que era el aula. Allí fue feliz.

A sus 70 años, ya jubilada, aún estaba al día de los cambios en educación y no aceptaba transmitir el buenismo del «da igual que pasen de curso con materias que no dominen» y las hayan suspendido, porque la cultura del esfuerzo se crea viviéndola, no simplemente diciendo que es importante esforzarse. Y el aprendizaje y la ignorancia son acumulativos. Si no llegan a algo, tendremos que apoyarlos especialmente a esos, así como estimular individualmente a los que son muy brillantes y que no se nos aburran en la mediocridad.

Según me dijo, cuando la vi recientemente, ella dejó de apurarse cuando se publicaba alguna ley educativa, al aprobarse la tercera de la España democrática ¡Claro, vamos ya por la octava o novena! ¡Y las que vendrán! Comprendió que eso de «la Educación encierra un tesoro», libro emblemático que se publicó 1996 y que escribieron Jacques Delors y colaboradores de la Unesco, era una incitación para que la educación se aproximara más a dar respuesta a las necesidades específicas de formación que necesitaría la economía en el s. XXI, pero que todo el problema que se ha generado con las «competencias» que se mencionaban, ha despistado enormemente a los políticos, que son los que, en definitiva, deciden por su cuenta las leyes y a los maestros que acaban aplicando lo que creen que deben hacer. También era consciente de que los que escribieron ese libro y quienes legislan en educación, no suelen ser pedagogos, ni habían hecho el necesario debate con las maestras y maestros, para orientar la educación desde las aulas. Y que, por desgracia, el tema seguía igual. Si había discusiones, incluso se estimulaba, desde ¡vete tú a saber dónde!, a que los maestros se quejaran de los pedagogos, cuando normalmente ni se les pregunta para analizar qué va bien o qué hay que cambiar en educación.

Además de comprobar que estaba bien y tan lúcida o más que antes, ¡pues había seguido leyendo y estudiando!, me hizo pensar algunas otras cosas. Me comentó que, desde hace ya unos años, a veces preguntaba a alumnas, que le llegaban de prácticas, cosas tan básicas como si conocían el método Montessori; sólo habían escuchado que existía. Cuando le respondían así, y estaban orgullosas por su ignorancia, les hacía una valoración informal y encontraba que muchas estudiantes de prácticas no habían leído casi nada de pedagogía. Y eso, obviamente le preocupaba, pues quien intenta enseñar, lo primero que debe hacer es tener pasión por aprender. El problema es que habían estudiado una carrera porque, por la nota de la prueba de acceso, habían podido matricularse en esa y no en otra que era la que querían hacer. En el principio de la profesionalización de los universitarios, la vocación sobre la carrera a estudiar, está el origen de todo, pero de eso hablaremos ya otro día, pues Dña. Araceli siguió su camino. Y nosotros, también debimos hacerlo.