Me despierto el domingo con las excusas de los artistas que actuarán en Qatar. Llegan después de las de los futbolistas que no lucirán el brazalete LGTBI. Vomitivo. Todo, absolutamente todo, en este Mundial es repugnante. Qatar deja al aire las miserias y vergüenzas de una sociedad corrompida y nauseabunda que trata de esconder su mugre moral tras una cortina de seda, petróleo y diamantes. En Qatar las mujeres no valemos nada. Sus próceres cuelgan tutoriales sobre cómo pegar a las esposas. Mueren lapidadas. Y las torturas están a la orden del día. Incluso una extranjera debe pedir permiso a su jefe para casarse. 

Levantar las infraestructuras necesarias para que las selecciones se enfrenten se ha cobrado miles de vidas. De trabajadores, aunque el término correcto sería esclavos. ¿Cuántos? A saber. Sus vidas allí valen prácticamente lo mismo que las de las mujeres. O que las personas no heterosexuales, que pueden pasar media vida en la cárcel, o algo peor, por besarse. Pues bien, todas estas atrocidades, y muchas más son las que legitiman todos los que participan, de una forma u otra, en Qatar. Muchos estarán en primera fila este 25N o serán muy duros en sus redes contra la violencia machista, se subirán al escenario o a una carroza en el Orgullo y clamarán contra la explotación laboral de los camareros de su país. En Qatar todo perfecto, ¿no?