LA DOS

Vivir sin sombras

Tonino Guitian

Tonino Guitian

Leer el Elogio de las sombras de Junichirô Tanizaki nos da una idea de las grandes diferencias que aún hoy son perceptibles entre las diferentes civilizaciones que hay en el mundo. La estética japonesa responde a una necesidad de constante equilibrio entre los colores y las formas. Retiene cada detalle del orden de las cosas con una minuciosidad paralea a su tradicional paciencia.

Aunque cada vez estemos más estandarizados, los españoles sólo hemos de viajar por nuestra geografía para comprobar que cada comunidad ha tenido también cánones distintos en cuanto a la percepción del entorno en el que se ha desarrollado su cultura. Las sombras en Galicia, por ejemplo, tienen más personalidad que los claroscuros de València. Influyen en sus leyendas como en sus gentes, y la literatura gallega se recrea más en las profundidades de las tinieblas humanas que en otras partes de nuestra península.

Los valencianos hemos convivido hasta hace poco con un paso intermedio a la luminosidad. Estaba compuesto por los jardines interiores donde reinaba un jazminero, los deslunados, las pérgolas, las marquesinas, las arcadas con enrejados o los porches en los que se enroscaba una parra. Era una necesidad que preservaba la necesidad estética de las pieles blancas sin manchas, pero que también venía de la larga tradición islámica que buscaba el equilibrio en la frescura de la vegetación y su sombra. Los cañizos de los merenderos, las persianas de madera en los balcones que desprendían bajo el calor de agosto aromas de resina, han desaparecido de nuestra memoria. Ni su idónea sostenibilidad y cómodo diseño ni la posibilidad de convertirse en combustible para fallas, las han recuperado para la modernidad.

De que nuestros antepasados convivían con su entorno con mucho más sentido común que nosotros dan muestra el uso higiénico de guantes para evitar contagios, el pañuelo sobresaliendo en el bolsillo de la chaqueta, las sombrillas y los sombreros para protegerse del sol y del frío, los velos para preservarse de miradas indiscretas, el profuso uso de tejidos de algodón o seda y la costumbre de tender al sol y del planchado, que no servían únicamente para eliminar las arrugas sino también las muchas bacterias que acumula la ropa.

Una de las luchas sociales que ha tenido lugar en España sin necesidad de promulgar leyes ha sido la de la absoluta comodidad, que está ligada íntimamente al ahorro de esfuerzos y al aburguesamiento de un mundo puramente comercial. Llevar zapatillas deportivas o ir en pijama por la calle -por mucho que lo llamemos chándal- es un convencionalismo que no descarta las más altas ambiciones de quienes lo lucen. Ni son pobres ni son descuidados ni cultivan una estética del intelectual preocupado por sus pensamientos. Tampoco responde a una búsqueda de la simplicidad, como la de los orientales, que preserva del fanatismo ególatra. Es que sus vivencias ya no tienen que ver con la ropa que lucen, ni con la casa que habitan, ni con el entorno que frecuentan. Su existencia deriva de un cálculo negociador entre lo que les sirve y lo que no y, como los hombres de negocios, no son un modelo de la elegancia. El demonio del cálculo y de la especulación elimina todo estilo, el pudor y el comedimiento. Si algo es provechoso para ellos, el resto de la humanidad puede cantar misa.

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