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El presidente Generalitat, Ximo Puig, en la Sesión de ControlRober Solsona/E.Press

Moncloa es un problema

Moncloa es un problema para Ximo Puig. Y para el Botànic. Más claro, agua. Y no es un juego de palabras. Es que se ha visto con el problema del agua. Pero también con el ‘solo sí es sí’. Pocas veces las circunstancias se reúnen y ponen encima de la mesa a la vez el recorte del trasvase ejecutado por la vicepresidenta Teresa Ribera (sin atender los planteamientos de la Generalitat) y el frío resultado de la aplicación de la ley impulsada por la ministra Irene Montero, que ha querido que la C. Valenciana sea la que suma más revisiones (a la baja) de condenas de maltratadores. Munición fácil para la oposición, que no la desaprovechó ayer en las Corts.

Las decisiones de Moncloa sitúan, como pocas veces, en posición de debilidad a Puig, que no ha podido ni vender como media victoria las pequeñas concesiones introducidas al final en el decreto del plan del Tajo. La vicepresidenta no se lo ha permitido, al sentenciar que hay lo que hay con los caudales ecológicos y no piensa revisarlos, aunque la letra nueva incluida en el decreto lo permita. Esa ha sido una concesión ante los reparos del Consejo de Estado, pero es tinta sin valor, al menos mientras ella sea ministra. Podía haber dejado la puerta medio abierta, pero la ha cerrado, ha optado por imponer sus tesis sin vaticanismos. Quizá algún día se sepa si hay algo más detrás, si alguna cuenta pendiente se está saldando.

No obstante, los papeles son lo que cuenta en democracia, más que las palabras, así que la rendija normativa permanece. Quizá sea con otros gobiernos. O quizá no sea. De momento, Puig ha optado por el futuro antes que por la guerra, aunque le digan flojo. Que su primera decisión tras el golpe de mano sea una ayuda extra para rebajar el precio del agua desalada indica que el jefe del Consell ha hecho sus cuentas y, a cuatro meses del escrutinio de las urnas, cree que es mejor intentar ofrecer soluciones que ir al cuerpo a cuerpo con el compañero. Su problema es el tiempo, que estas medidas lleguen a traducirse en algo más que anuncios. Porque el vecindario capta rápido cuando le quitan lo suyo, pero cuesta creer en todo lo que le darán a futuro.

Lo demás en el Parlament es demasiado pasado y demasiado ‘sálvese quien pueda’. Tirarse a la cara casos de corrupción de más de diez años de historia, como poco, lleva a la desesperanza. Que la justicia avance y los demás se dediquen a ordenar un futuro más digno.

Y después, en una órbita lejana, están los de la ultraderecha, a los que les toca el turno y uno tiene la sensación de que se ha introducido en una distopía. Lo peor es que Unidas Podemos parece haber decidido dar razones a los que se empeñan en el juego de los espejos entre extremos. Ver a la portavoz morada hablar de que se juega una «pugna entre el capitalismo o la democracia» causa desazón. Lanzarse a la radicalidad quizá ayude a despertar a los simpatizantes, pero no parece la mejor estrategia para gobernar, y Podemos, que se sepa, gobierna. Pero, lo dicho, las urnas rugen y son tiempos de salvarse. Como sea.

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