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Andrés Roca Rey ofrece una tarde de figura absoluta del toreo en medio de una guerra abierta entre el tendido 7 y el público de Las Ventas 

El próximo viernes 23 de junio torea en Alicante y el 22 de julio en la Feria de Julio de València

Andrés Roca Rey en la plaza de toros de Madrid

Andrés Roca Rey en la plaza de toros de Madrid / Plaza 1

Jaime Roch

Jaime Roch

No me gusta ir a una plaza de toros a ver al público alterado ni a escuchar críticas que no son más que el despliegue pirotécnico del sarcasmo o el desdén desfondado que rayan la falta de respeto hacia el que es hora el número uno del toreo. Sin embargo, la mayoría del público de Las Ventas fue unánimemente condescendiente con Andrés Roca Rey mientras una parte del tendido 7 le gritaba y montaba en cólera tras jugarse literalmente la vida delante de sus ojos. Un catecismo dogmático, reagrupado en un mismo sector acérrimo e intransigente, que llenó de hartazgo al resto de la plaza, pero ¿dónde estaba realmente el problema?

El problema es que es el número uno. Y todo el peso de la exigencia de la primera plaza del mundo recae sobre él. Tal y como ya recayó sobre Luis Miguel Dominguín o Domingo Ortega y, en otra época y en otra plaza, en Joselito El Gallo, el rey de los toreros. Así que, estupefacto o extasiado, Roca Rey experimentó una de esas expansiones arbitrarias que todo artista conoce cuando de forma casi imperceptible giran sobre su cuerpo y se realinean los astros que lo elevan sibilinamente por encima de su condición humana

Vestido de valiente, con un terno corinto y azabache que lució El Yiyo en su última gran faena en Madrid a aquel Niñito de Aldeanueva, y sobreponiéndose al dolor de las dos cornadas internas sufridas hacía tan solo cuatro días en Toledo, su paseíllo fue un ejemplo poderoso de lo que significa ser torero. El ambientazo en la plaza era de los que hacen época. Impresionaba. Y allí en el centro del ruedo, donde se dilucidan las más conspicuas tramas de lo nunca dudoso, gobernó a dos toros de Victoriano del Río nada fáciles, tremendamente exigentes.

A partir de ese momento, las emociones se desbordaron y adquirieron cierta característica orgánica. Porque en ellas había algo burdo y áspero, algo pulmonar en el valor, con el resplandor cárdeno y mortecino de la cornada detrás de su sombra. Y todo asumido de manera consciente. Porque el sexto toro se lo echó a los lomos con toda la furia del mundo tras una cogida por el pecho pero, esta vez, por fortuna el pitón no le caló en la piel. Menos mal. Y otra vez allí puesto, donde arden los pies, donde los toros cogen, donde los toreros se erigen como número uno para hacer de la plaza un tornado de oles.

Momento de la brutal cogida a Roca Rey en Las Ventas

Momento de la brutal cogida a Roca Rey en Las Ventas / Plaza 1

Ahí, Roca Rey se mostró como uno de los máximos exponentes de un ritual adusto como es el toreo que gracias a él se va acomodando a la sociedad de hoy en día, tan arisca a veces pero que acude en masa a verlo. Porque la emoción que proyecta su tauromaquia se almacena en el confín de la memoria. Porque su concepto tiene un halo de dramatismo que lo hace diferente al resto de toreros del escalafón y, claro, además ha evolucionado a ser más profundo en sus formas y menos previsible en sus faenas.

Había algo que flotaba en el ambiente, en la gente, algo más bien irreal, como si dos hendiduras se proyectaran desde el tendido. Pero él seguía a lo suyo y solamente le faltó autoproclamarse número uno elevando el dedo índice de cara al público, tal y como hizo Dominguín en 1949 tras una gran faena a un toro de Galache en LasVentas.

La expectación de todos los aficionados quedaba con creces pagada, colmada, satisfecha a pesar de no haber salido por la puerta grande de Madrid. Qué más daba ya.