Tribuna

El problema del muchismo infinitesimal

Miguel Polo

Miguel Polo

Hace 50 años que se publicó la obra maestra del economista E.F. Schumacher, Lo pequeño es hermoso. Un estudio de la economía como si la gente importara: una corrosiva crítica de la sociedad de consumo, distorsionada por el culto al crecimiento económico. Su tesis es que sería necesaria una profunda reorientación de los objetivos de la economía y la tecnología para ponerlas al servicio y a la medida de las personas, abogando por el uso de lo que el autor denominó «tecnologías intermedias»: tecnologías que garantizan los recursos necesarios para los seres humanos, diseñadas a medida de cualquier persona y circunscritas en un mundo que tiene límites.

La obra, publicada en 1973, anticipaba el tiempo que vivimos, el imparable crecimiento de las ciudades, los patrones insostenibles en el uso de la energía, la degradación ambiental o la violencia en la lucha por los recursos. En definitiva, la tendencia hacia el gigantismo. Decía Fritz Schumacher que el reino de la cantidad celebra su mayor triunfo en el mercado.

Vivimos inmersos en una espiral de consumismo y crecimiento constante en la que la competencia internacional conduce a la superproducción, para la puesta a disposición, en los mercados internacionales, de ingentes cantidades de cosas. También la comida y, en particular, los productos agrícolas se producen a escala industrial. Una producción desmesurada conseguida a base del uso intensivo de fertilizantes y plaguicidas. Pero no nos engañemos, el uso de fitosanitarios no es por aumentar la producción (que nadie se escandalice, tiramos entre el 30 y 50% de lo producido), sino para viabilizar la técnica del monocultivo con variedades de alto rendimiento, que tanto beneficia a las cadenas de distribución pero que requieren grandes insumos de agua y fertilizantes, y lleva aparejada la proliferación constante de plagas, combatidas en general con agroquímicos. Hace años que Vandana Shiva viene denunciando que tenemos una alimentación de guerra, obtenida por procedimientos absolutamente bélicos. Lo malo es que las armas utilizadas se están volviendo contra nosotros.

Volviendo al agua, con la sobreproducción hemos tensionado en exceso los sistemas hídricos y así es como hemos confiado nuestro futuro al cielo: que si llueve o que si no llueve, que si hay sequía o hay inundaciones, que si cuál es el porcentaje de agua embalsada y que si se trasvasan 20 hm3 o no se trasvasa nada. ¡Ojo!, la cantidad es importante, pero de poco sirve el mar para saciar la sed. Tenemos otros problemas más urgentes. Los mayores embalses que tenemos están en el subsuelo pero la forma de producción agrícola, provocada por esta cultura del muchismo, está cargando nuestros acuíferos con concentraciones infinitesimales de contaminantes que, acumuladas, convierten las aguas en «No aptas para el consumo humano». Cada vez hay más municipios que no pueden beber de sus pozos porque están contaminados por nitratos o plaguicidas. Pero nadie se queja, ni alcaldes ni alcaldesas se atreven a levantar la voz. Es la violencia de la calma de la que hablaba Viviane Forrester.

Hoy, 3 de diciembre, Día Mundial del No Uso de Plaguicidas sería bueno acordarnos de Schumacher, no porque en este caso lo pequeño sea hermoso, sino porque urge que cambiemos la forma de producir nuestros alimentos. ¿Qué tal una forma como si la gente importara?