No hagan olas

Los retos urbanísticos de Valencia (sin acento)

Juan Lagardera

Juan Lagardera

Fui testigo de excepción de los trabajos técnicos y las discusiones políticas que dieron lugar al Plan General de Ordenación Urbana de Valencia, el llamado PGOU de 1988. Con sus más y sus menos (los líos de Jesuitas, Rafalell y algunos otros), además de un cierto inmovilismo en las ordenanzas, no fue un mal plan. Junto a la protección del Saler y el ajardinamiento del cauce del Turia constituyó la mejor herencia que dejó el primer socialismo democrático a la ciudad, iniciativas a las que contribuyó una generación política preparada y con ganas de actuar, una buena hornada de jóvenes arquitectos y una clase periodística entusiasta, además de un movimiento vecinal extraordinariamente activo y capaz en su compromiso social.

Tanto fue así que durante el largo mandato de Rita Barberá al frente del consistorio valentino, aquel PGOU fue desarrollado sin más importantes modificaciones. La rehabilitada alcaldesa no solo legó a la ciudad la pragmática urbanística y un puente con flores (un pontón, más bien), sino también el estratégico enclave de la dársena histórica del puerto gracias al éxito (a medias) de la Copa del América (tras el fracaso de los Juegos del Mediterráneo). Un patrimonio ciudadano que su sucesor no supo proyectar a futuro, empeñado en acciones urbanísticas de urgencia que han contribuido tanto a la transformación radical de la movilidad en la ciudad como a su caótica planificación. De resultas de esta evolución siguen pendientes en Valencia algunos de los grandes programas urbanos de los que dependerá su éxito como metrópoli moderna.

El primero y más importante al que se enfrenta el nuevo gobierno de María José Catalá (torpedeado de continuo por las performances de Vox, organización en la que buscan refugio algunos dirigentes históricos del Partido Popular), es el futuro de la mencionada dársena. De poco ha servido, al parecer, que la ciudad y el Estado hayan desbloqueado la ampliación del muelle norte del puerto. Valencia no ha obtenido ninguna contrapartida y sigue sin resolverse jurídicamente el empastre provocado por Aurelio Martínez al solicitar un informe sobre la titularidad y reversión de la dársena a la abogacía del Estado para presionar ante el bloqueo de la ampliación.

El alcalde Joan Ribó y sus asesores arquitectos nunca entendieron que la concesión del muelle norte (cuyas obras de abrigo ya estaban hechas) podría servir para blindar la titularidad definitiva de la Marina y obtener la financiación y un diseño de altura internacional para los grandes espacios vacíos que circundan el puerto y rehabilitar los tinglados modernistas. Aquel gobierno local obstaculizó al puerto y resolvió la desembocadura del río Turia sin más ambiciones (y sin más Copas de vela a pesar de la oferta que se hizo antes de recalar en Barcelona). Empresarios, universidades y emprendedores de nuevas tecnologías, cultura, eventos y alta gastronomía todavía esperan con sus inversiones hibernadas a que el Ayuntamiento se decida a liderar un proyecto político que sirva para transformar y dinamizar la ciudad en su frente marítimo.

En cambio, ganada la estéril batalla de la ampliación por parte del puerto (con un importante sobrecoste), los lobbys que buscan más y más gasto en obra pública para potenciar a sus constructoras, se vuelven a olvidar de la ciudad y desempolvan el mastodóntico proyecto del acceso norte para vehículos pesados. Algún día, en cambio, el lobby portuario debería explicar por qué ha fracasado la actividad logística de ensamblaje en la ZAL y por qué no se reivindica una autoridad portuaria autonómica que sirva para coordinar todos los puertos que actúan en el Golfo de Valencia, al objeto de ahorrarnos bochornos históricos como el retraso de la puesta en marcha de la ampliación del parque industrial en Sagunto o la conexión de las azulejeras con el Grao de Castellón para organizar desde allí su actividad exportadora. O por qué la Ruta Azul de Eduardo Zaplana y el urbanista Alfonso Vegara duerme el sueño de los justos.

El segundo y gran agujero negro de la ciudad sigue siendo el proyecto de soterramiento de las vías y la estación ferroviaria con el subsiguiente desarrollo del Parque Central (el que ganó un diseño sin sombras a pesar del cambio climático). Ese soterramiento es otro delirante plan de inversiones públicas que en los próximos veinte o treinta años nadie podrá disfrutar dada la magnitud y complejidad del mismo. Y menos mal que se olvidó un primer esbozo que consistía en taladrar la ciudad en diagonal a lo largo de 9 kilómetros de norte a sur, para dejarlo en menos de la mitad y solo a través de las grandes vías.

También fui testigo dada mi edad de la locura que significó construir el túnel de la línea del metro por Fernando el Católico, una obra que se retrasó durante lustros y en donde hubo que congelar un río subterráneo mediante inyecciones de gas freón que llevaban a cabo hombres buzo especialistas. Alguien en algún lunático despacho de ingenierías estatales quiere repetir la operación asegurando que la tecnología actual es capaz de garantizar la supervivencia de los árboles centenarios de la Gran Vía Marqués del Turia y la consistencia de las fincas históricas que, hace más de un siglo, se construían sin cimientos profundos ni encofrados resistentes.

Y entre nosotros, no hace ninguna falta gastarse cientos de millones y tener a la ciudad más de una década abierta en canal. Grandes urbes como Berlín o Chicago demuestran que los trenes pueden circular en trinchera o con un cierto desnivel por zonas relativamente densas y no pasa nada. Todo lo contrario. Las vías deben soterrarse en espacios urbanos inviables para el tren, como es el caso (sangrante) de Alfafar, el de Burjassot o el de los lindes que separan los barrios de Malilla y San Vicente, pero si en vez de perforar la ciudad le diésemos vía libre y armónica a través de la huerta de San Luis se garantizaría de paso la protección de esa misma huerta. Basta ver cómo circula el ferrocarril por Alboraia hacia Valencia para percatarse de que el tren y los fértiles campos son buenos aliados ambientales. Ese sí podría ser el mejor legado que dejaría la publicitada capitalidad verde tras el fiasco del año dedicado al diseño mientras se afeaba el mobiliario y la señalética urbana.