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La «Redlidad»

La gran revolución de las redes sociales no es de naturaleza informativa, ni comunicativa, ni cinética, ni musical, ni fotográfica, ni nada que se le parezca y que forma parte de la monserga con que suelen argumentar las Hermanas Adoratrices de la Red. La gran revolución de las redes sociales es de naturaleza moral. Porque nos asoman sin pausa a la conciencia de los individuos, en bruto, a granel. La inmediatez del temperamento servida en caliente, en bandeja de plata, humeante todavía, goteando todos sus humores sobre nuestros ojos, todos sus flujos, todas sus secreciones de la opinión.

Las serosidades de la cursilería. La baba de la mala leche. La mala leche agria del criterio espontáneo. La purulencia de la envidia. La bilis del odio gratuito. Las flemas de la estupidez. Y otras mucosidades.

No creo que las redes establezcan una realidad paralela, sino que lo real, tal y como lo solíamos concebir antes de la llegada de las redes, era una de las muchas realidades paralelas hasta la llegada de la «Redlidad». La verdad sobre los individuos es la que se manifiesta en las redes, con sus pasiones expuestas antes de pensárselo dos veces. El corazón de la gente es un animal salvaje con inclinaciones homicidas. En el alma de cada cual se incuba el virus más nocivo que se haya descubierto: el alma de cada cual.

No es algo nuevo. Ya conocíamos de lo que somos capaces. Ahí está la Historia, con sus brutalidades, imposibles de concebir. Ahí están las grandes obras de la literatura, con sus maravillosos análisis del destino del hombre, de su carácter (porque carácter es destino). Pero para profundizar en el pozo de lo humano había que tomarse la molestia de aprender algo de Historia, leyendo ensayos. Para mirarnos en las aguas turbias de nuestras entrañas, debíamos de empeñar bastantes horas en la frecuentación de novelistas con apellidos acabados en -evski o en -montov; debíamos leer a poetas melancólicos cuya clarividencia nos revelaba la raíz podrida de la tribu. Ahora, la consternación la transportamos en el bolsillo y nos llega por teléfono.

La esperanza de la paz perpetua kantiana no se logrará jamás con estipulaciones jurídicas, sino con un imperativo «acústico y gráfico»: prohibir de manera tajante que la gente diga y escriba lo que piensa en verdad de los demás. Todos los males del hombre provienen de la sinceridad, sobre todo de la sinceridad no solicitada. De ahí que el mejor descubrimiento de la humanidad no sea el del fuego, ni la invención de la rueda, sino el hábito del silencio, la sagrada rendición de nuestros pareceres a las buenas maneras, a la cortesía en sociedad.

Si uno va diciendo por ahí lo que opina sobre sus vecinos, la consecuencia inmediata es que se produzca, primero, el alboroto que conocemos como guerra civil, y, a continuación, las algarabías llamadas guerras mundiales.

La paz perpetua constituye un ensueño de filósofos que se han tomado demasiado en serio sus perpetuos ensueños de paz. Algunos nos conformamos con que se establezca un estado obligatorio de urbanidad permanente.

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