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Las apetencias

Las apetencias

Que te apetezca o no: equilicuá. Que te mole o que no te mole: he ahí la cosa. Y la cosa lo es todo, lo que nos mueve, lo que nos empuja, por lo que nos levantamos de la cama, de la silla, por lo que salimos a la calle y damos la vuelta al mundo, y empezamos guerras, y proclamamos repúblicas, y declaramos solemnemente nuevos decálogos de derechos para la humanidad, y escribimos tratados acerca del entendimiento. Las cosas suceden porque a alguien le apetecieron, y dejaron de suceder porque a alguien no le apetecieron las cosas. Así de simple. Así de retorcido.

Las apetencias lo son todo: una ideología íntima que funda las ideologías, una superestructura de la volición humana, un cerebro por detrás del cerebro, un asunto límbico de esos que nos constituye, y que se formó cuando fuimos animalitos que competían con los reptiles.

La gente se mete a conspirador durante las tardes de su juventud, y lee a Carlos Marx y sus discípulos, y sueña con instalar guillotinas de última generación en las plazas de su ciudad, y fantasea con las cabezas ensangrentadas de los reyes, por pura apetencia cósmica. Como no sea así, no te levantas del sillón filosófico de orejas, y no hay revolución que valga.

La gente se embarca en un mercante, rumbo a las Indias, y padece escorbuto, y sufre úlceras, y se contagia de malaria, porque se le antoja. Un antojo puede más, en la Historia pública y privada, que siete toneladas de convicciones (porque, además, las convicciones son antojos vestidos con ropa de domingo, antojos con ínfulas baratarias?).

A la gente le da por enamorarse en virtud de sus apeteceres (cómo me apetecen ciertos neologismos míos, ciertas entradas de mi Diccionario de Marzalidades Panhispánicas), y esos apeteceres no son exactamente las apetencias. Los apeteceres resultan unas apetencias melancólicas y cargadas de crepúsculos, de versos becquerianos, de muchas saudades galaico-portuguesas, de musiquiñas de violín y dulzaina, de monsergas de rabel y cantares de ciego. El amor consiste, en un noventa y dos coma cuatro por ciento, en una disponibilidad del espíritu que tropieza con otra disponibilidad del espíritu, y entre las dos fundan un relato emocional, un cuento contado por un idiota regordete, desnudo y con alas, que va clavando flechas por ahí, como un mono borracho, la consabida fábula ardiente, llena de ruido y furia, y que sí tiene sentido, porque sólo lo tienen aquellos asuntos que nos vienen en gana.

A los poetas les cae la inspiración del cielo por puro apetecer. La inspiración existe, y se insufla por capilaridad con el universo, pero, para que llegue, ya sabemos que hay que trabajar, esa putada, y el trabajo literario exige que te pongas, que te sientes, que te ordeñes los sesos como si fueras una vaca asturiana en un prao, la Cordera del abuelo Clarín, y como no te apetezcan el ordeño y todo lo demás, las ubres no destilan la blanca y dulce leche de la poesía.

Esto no lo dicen los médicos, para que la pandemia no se haga pública, y para que la noticia no salga en el telediario; pero la muerte es un cese radical de nuestras apetencias.

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