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COMPLICIDADES

Corregir pruebas

Tengo la impresión de que corregir pruebas, como casi todas las cosas del mundo, ya no es lo que era. Antes, la tarea de corregir pruebas solía consistir en un laborioso trabajo de observación y relectura del texto que habías mandado al editor, y que por lo general estaba más o menos plagado de erratas, de supresiones, de alteraciones.

Cuanto más nos alejamos en el tiempo, más nos asombran las pruebas corregidas de algunos libros famosos. El caso más abrumador que conozco son las célebres correcciones que Marcel Proust realizó a los sucesivos volúmenes que acabaron configurando En busca del tiempo perdido. Es sabido que a las correcciones tipográficas propiamente dichas, el autor añadió de manera obsesiva, fragmentos, páginas y capítulos nuevos, hasta el extremo de cambiar por completo los manuscritos originales.

En nuestros días, los editores se curan en salud de cualquier arrebato proustiano de sus autores y especifican en los contratos de edición que todas aquellas alteraciones del texto original que superen el cinco por ciento de la totalidad correrán por cuenta del autor. Bien está el apetito juanramoniano de reescribir toda su obra a cada instante, siempre y cuando sea sufragado por el bolsillo del apetente, parecen advertirnos las cláusulas de los contratos.

La digitalización –por fortuna- ha convertido la tarea de corregir pruebas en una variedad de un famoso ejercicio de sadismo: buscar una aguja en un pajar. Las pruebas llegan por correo electrónico, impecables, resplandecientes, maquetadas ya en sus páginas futuras, como para un desfile militar, sin erratas de bulto, sin erratas. Te las mandan en PDF y puedes abrir bocadillos en los márgenes del documento y comentar lo que se te ocurra, en vista de que no encuentras erratas que corregir.

En el errático pasado en que existían erratas, llegué a aprenderme algunos de los signos de tipógrafo que utilizaban los correctores de pruebas de mi editorial, pero ya los he olvidado, a excepción de la letra fi griega, que significaba suprimir, si mi memoria no me engaña, o si no lo he soñado, que vaya a saber usted.

Ando corrigiendo las pruebas de un nuevo libro –como ya habrá deducido usted- que saldrá en octubre, y la corrección está consistiendo en la relectura del texto, a palo seco, sin encontrar el tesoro de la errata que persigue el buscador de erratas. Se me está poniendo cara de cazador en mano de perdices al que no le salta ni la liebre del refrán, esa que nadie se la espera en el lugar donde se la espera menos.

El trabajo de corregir pruebas se está convirtiendo en la actualidad en un ejercicio de nostalgia de cuando había pruebas que corregir.

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