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Simplemente profesionalidad: Historias de ‘secretas’ y subversivos

Una investigación periodística narra por primera vez qué eran los componentes de la Brigada Político Social en València, cómo actuaban y qué fue de ellos tras la dictadura.

Historias de ‘secretas’ y subversivos

La policía política del franquismo aparecía, con el nombre popular de «la Secreta», en muchas historias de la postguerra y en todo tipo de anécdotas más o menos canallas mucho después. La Secreta era la Brigada Político Social, un nombre que se las trae pues, que sepamos, no existe una criminología «político social». Rojos y secretas habitaban los mismos biotopos: el menos armado solía llevarse los palos.

Contra lo que pudiera pensarse hay pocos trabajos –«i ja és significatiu!», subraya Gustau Muñoz– que, más allá de las apologías complementarias, ahonde en la evolución, carácter e implicaciones de esta fuerza policial.

De la Gestapo a la CIA

El libro Simplemente profesionalidad de Lucas Marco es, además de una excepción, un ameno trabajo por el que obtuvo la beca Josep Torrent de la Diputación de València. Un libro de Alfons el Magnànim que dejará huella al pasar. Reparen en el subtítulo: Historias de la brigada político social de València. Más bien ‘en’ València: en su calidad de funcionarios de confianza arrastran una existencia nómada con el consuelo, a veces, de una promoción. Y reaparecen en Pamplona (donde se les muere Germán Rodríguez ya en 1978), en Granada, en Madrid, finalmente.

Un informe del Foreign Office de 1949 deja claro que el invento de la BPS recibió substancia, ideas y procedimientos de la Gestapo, primero, de la CIA después (cuando ya luchábamos con el Mundo Libre) y hasta del Mossad, a veces, en calidad de follamigos. Los anglos deploran «la continuidad de una policía de tipo fascista» no sin su correspondiente apunte psicológico no solicitado: «…que desata la innata crueldad de los españoles».

Maderos, poetas y falsificadores

Para «innata crueldad» la de los papás que flagelan el culo de sus criaturas, un deporte muy british. A distancia corta y cálida aquellos rojos y bofias desarrollan cierta querencia mutua o, mejor, impulso complementario, sobre todo bajo la luz de sus pintorescas aficiones y andanzas. No me refiero al lógico secretismo de estos monstruitos, tanto en la postguerra como en la Guerra propiamente, sino al hecho de que ya en los cuarenta del pasado siglo haya, en València, una tertulia literaria, la del Gato negro, que coloca en la misma mesa a la poeta Angelina Gatell (que colabora con Socorro Rojo desde los diecisiete), los hermanos Ángel y Vicente Gaos y el policía Pedro Caba. Publican un poema de Lorca en la revista Corcel. De corceles va la cosa pues Caba pasó del requeté al ejército como oficial de regimiento mixto de Caballería número 13 destinado a Sueca, Chelva y Bétera.

Sangre y tinta

Aunque una de las conferencias de Caba trata de «la antropología filosófica de Martin Heidegger, Carlos Jaspers y Gabriel Marcel» (¡en 1946!) el juego es duro y real y mucho después, el comunista Antonio Palomares abandonará la comisaría con cuatro centímetros menos de estatura y con graves problemas de habla. Los universitarios valencianos de la caída de 1971 serán retenidos y torturados por los esbirros de Solsona durante casi veinte días. Por cierto, también aparece por aquí un cura castrense comunista.

El caso más asombroso es el de Angelina Gatell, amiga de Caba, novia de policía (período en el que distraen material de comisaría para elaborar documentación falsa para los opositores) y, al final, esposa de un militar al que exigió abandonar el ejercito golpista, que por eso no pasaba. Los buenos falsificadores, como un tal Malagón, excitan la fantasía de Jorge Semprún.

Consideración final

Alguno de los policías más famosos de la transición y del felipismo se foguearon en València. Roberto Conesa, Manuel Ballesteros o Benjamín Solsona conservan empleo y sueldo y reciben del nuevo régimen ofertas a las que sucumbieron. Hubo salidas aún más productivas para otros colegas más al día: jefes de seguridad de los monopolios o una red de tragaperras establecida en los puticlubs.

La ideología fabricó monstruos como Mauricio Carlavilla, que tachaba de masones, por escrito y con publicidad, a todos los borbones desde Fernando VII. En la BPS había quien le daba a la morfina o se quitaba la dentadura postiza para repartir sopapos sin que les tirara de la sisa.

La pregunta sigue en pie: podía la joven democracia ser compatible con los torturadores de la Secreta, pero ¿era preciso laurearlos? Parece que sí y que cada cual dé las explicaciones que considere.

En este librillo, tan sugerente, hay una observación estampada en un periódico libertario de 1978: «la policía quizás sea el único estamento del país que cuenta con la más larga y homogénea tradición: sus archivos, sus hábitos, se conectan con la misma restauración» (de Alfonso XII). En efecto, ser español es estar fichado (aunque seas Pablo Iglesias: el joven o el viejo, tanto da).

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