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El barco de la esperanza

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Llevo muchos años leyendo y escribiendo del exilio, de muchos exilios. Y no me acostumbro a vivirlo con una cierta «normalidad». Imposible. Siento como una extraña mezcla de rabia y de tristeza. Siempre. El pasado es un trasto que nunca se hace viejo, aunque a alguna gente le gustaría que se quedara quietecito donde estuvo tanto tiempo. Pero el pasado hay que contarlo para que no se muera precisamente de viejo. Las heridas supuran si se las cierra de mala manera. Y cerrar las heridas del pasado de mala manera es dejarlas abiertas para que sigan supurando como el primer día, para que la ocultación se convierta en testigo ignominioso de la historia, para que algunas biografías hayan llegado hasta hoy como el resultado fetén de una auténtica milagrería photoshop.

El exilio te parte por la mitad. Y las dos se quedan sin sitio. «De tanto perseguir fantasmas ya lo soy», escribe en uno de sus poemas Carmen Castellote, una poeta inmensa de la que no conocía nada, ni siquiera que existía. Una niña de la guerra. Primero la llevaron a Rusia. Luego fue a Polonia. Finalmente, recaló en México: y allí sigue viviendo a sus noventa años. Todo sombras en el sitio de la huida y a saber qué es lo que espera a la llegada. El fantasma del regreso está siempre presente. A veces es un sueño. Otras, el sueño se ha convertido en una pesadilla. Lo escribieron muy bien Max Aub y Carmen Mieza. Con ironía, incluso. Después de 1939, con la victoria fascista, el exilio. Las interminables hileras por los caminos de la derrota republicana. Esa imagen que sigue turbando como si no hubiera pasado el tiempo. La negrura de las ropas, de los pasos helados en una exasperante lentitud, de esas miradas que se perdían en una abrupta lejanía sin esperanza. Otras huidas del horror fueron por el mar. Una de esas huidas tenía un destino claro: Chile. Y un barco que serviría para llegar a ese destino: Winnipeg.

La guerra había acabado. Y ya lo dije antes: había que elegir entre la represión o su grado máximo: la muerte. La victoria del golpismo era eso. No la paz, claro que no. Había otra elección: el exilio. Buscar otro lugar lejos de la amenaza y el miedo. En el puerto de Burdeos-Pauillac se organizó la salida. Era un paquebote con unas cien personas -aparte la tripulación- como capacidad máxima. Un buen equipo para la coordinación del viaje. El más conocido, y principal impulsor, era el poeta Pablo Neruda, que había sido cónsul en Barcelona y vicecónsul en Madrid. El pasaje se fue seleccionando con una cierta urgencia. Hay versiones que aseguran una mayor presencia de comunistas y socialistas y muy escasa por parte del anarquismo. Algo de verdad hay en la sospecha, dadas las filiaciones políticas de los afortunados. Apenas se sabía nada de Chile, que había celebrado elecciones el año anterior y el nuevo presidente, Pedro Aguirre Cerda, estaba por la labor solidaria con los republicanos españoles. El testimonio de una de las viajeras, Roser Bru: «En Francia estábamos en la más grande ignorancia de lo que era Chile. Unos decían hay terremotos, otros no llueve mucho y hubo una francesa que aseguró que allí todo son negros». Finalmente, el 4 de agosto de 1939 zarpó el Winnipeg con más de 2000 personas a bordo. Atrás quedaban la guerra de España y la acogida francesa en campos de concentración. Como señala el historiador Josu Chueca, autor del texto que acompaña la edición del libro: «Tenían por delante 16.000 kilómetros para pasar del infierno europeo al Val del Paraíso chileno, con sólo cielo y mar como horizonte». La vida en el barco intentó parecerse lo más posible a la normalidad. Actividades culturales y festivas ocuparon el tiempo de navegación. Destacó la creación de coros, ya que viajaban diversos músicos especialistas en esta modalidad artística. Y tal vez lo más reseñable: la edición del Diario de a bordo: «Tal como había ocurrido en la propia Guerra y posteriormente en los campos de concentración franceses y en las primeras grandes expediciones hacia México (Sinaia, Ipanema), la palabra escrita, también en el Winnipeg, dio lugar a varios órganos periódicos para informar de las vicisitudes del propio viaje, suministrar informaciones internacionales y aleccionar sobre el país de destino».

Lo que se presenta en este libro, preciosamente editado, es la reproducción en facsímil del citado Diario. Es un lujo asistir en sus páginas a la cotidianeidad -no siempre fácil- que se vivió en las tripas del Winnipeg. No todo era como una mar en calma. Las desavenencias ideológicas y políticas entre el pasaje se dejaron sentir en muchas ocasiones. Demasiados días con sus noches anclados en una aventura cuyo final siempre estaba en el aire. Es ahí, en ese trayecto de dimensiones absolutamente desconocidas, donde gana fuerza el testimonio escrito de esa compleja singladura. El barco de la esperanza -como se lo ha llamado desde su salida de Pauillac hasta ahora mismo- fue una de las grandes gestas relacionadas con el exilio republicano. No es la primera vez que Josu Chueca, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad del País Vasco, se adentra en esos itinerarios. Ya nos había dejado, entre otras obras y textos académicos, Gurs. El Campo Vasco y La Transición política en Euskal Herria. Ahora podemos disfrutar con este 2.000 del Winnipeg. Diario de a bordo, un documento imprescindible para conocer mejor una parte importante de lo que fue el exilio republicano español después de 1939. Empecé esta recomendación nombrando ese exilio. Y acabo con dos acotaciones. Una: las palabras de la asociación Intxorta 1937 kultur elkartea que a eso mismo hace referencia: «El exilio nos conduce siempre a unir dos puntos: origen y destino, aunque el segundo va cambiando sus coordenadas en el mapa. Y en su tránsito, vidas que se van transformando». Y otra: la presentación del primer número del Diario de a bordo: «Ahora en este mes de agosto de 1939, dos mil españoles, muy solos, muy pobres, perdidos en el mar, pero irreductibles y solemnes, ofrecen su voluntad ardiente de luchar por la libertad». El Winnipeg llegó a Valparaíso la madrugada del 2 de agosto de 1939. Pero ya saben ustedes que el exilio dura siempre. O casi siempre. Una buena parte de aquel pasaje tuvo que sufrir años más tarde las dictaduras de Pinochet y Videla en Chile y Argentina. El exilio…

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