E ra un martes tibio de abril. Una España que se desperezaba de la dictadura votaba por primera vez en 48 años para elegir a todos los alcaldes y concejales. Las ciudades valencianas arrastraban el blanco y negro de un tiempo sombrío y sin glorias a ofrendar. El color y la alegría de vivir de la movida ni se intuía. Pero no estaba tan lejos en el tiempo. El cambio real empezó aquel 3 de abril de 1979. Y nadie lo sabía.

Si se observa la foto superior (incluida en la exposición que la Diputación de Valencia dedica a los cuarenta años de ayuntamientos democráticos) se puede ver a un joven con bigote y las manos en la urna, como protegiéndola. Es Enrique Camps. Entonces tenía 23 años (los jóvenes de antes siempre parecen mayores), vivía en el entorno de la plaza del Doctor Collado de València y repetía como presidente de mesa en el colegio instalado en la Lonja.

Esta era una característica especial de la jornada. Se votaba un mes y pocos días después de haber sacado las urnas para las elecciones generales (fueron el 1 de marzo), que habían confirmado a la derecha moderada de UCD como el partido más votado. La composición de las mesas electorales era la misma desde el referéndum de la Constitución del 6 de diciembre del año anterior, así que Enrique Camps volvía a presidir mesa por tercera vez en pocos meses.

«Todo era nuevo. No hicimos ningún cursillo de formación e íbamos perdidos. Al menos, la gente de los partidos estaba más ducha», recuerda Enrique, entonces empleado de administración en una constructora.

Los titulares del día después hablan de un día tranquilo, sin incidentes. Así lo recuerda el presidente de aquella mesa en el centro de València. «La gente [apoderados e interventores] intentaba comportarse, compartimos merienda». Que no hubiera grandes problemas no quiere decir que no hubiera tensión. Enrique votaba a la izquierda radical y no se fiaba demasiado del entorno: «Me encerré en la cabina y voté el último. Por si acaso».

Era una España que todavía se miraba de reojo. La esquina de la dictadura franquista había quedado atrás hacía muy poco. «Seguía habiendo miedo, por eso la gente hacía un ejercicio de contención». «En las conversaciones durante la jornada, con gente tan dispar, hablabas de otras cosas y compartías experiencias, pero la libertad no estaba para todo. Éramos del barrio, sabíamos del pie que cojeábamos cada uno, pero intentábamos no hablar demasiado de política», agrega.

Aquel martes templado de primavera, en el que era noticia la publicación en Gran Bretaña de unas fotografías de Jackie Onassis (antes Keneddy) desnuda y José María Ruiz Mateos aparecía en lo más alto de la lista de las fortunas españolas, las ciudades estaban pisando el acelerador de los cambios. Las elecciones, decía este mismo periódico, «van a servir, sobre todo, para anclar el concepto de la democracia en el pueblo». El vaticinio no pudo ser más acertado. La Transición verdadera empezó por las ciudades. Fue a partir de las primeras elecciones municipales cuando la modernización del país se propulsó y la posibilidad de un paso atrás se alejó. Nunca del todo, como se comprobó menos de dos años después, con el intento de golpe de Estado del 23F.

El tiempo es una sustancia frágil y precaria, con la tendencia de las olas marinas a romper en la orilla, regresar y nunca repetirse igual. Cuarenta años después, algo de aquel 3 de abril se ha revivido en 2019, con dos convocatorias electorales (generales y municipales) en un margen de un mes y poco. A diferencia de ahora, entonces hubo vuelco: UCD, que había repetido mayoría en el Congreso de los Diputados, vio cómo la izquierda, con el PSOE a la cabeza, pasaba a gobernar las principales ciudades españolas y valencianas: la capital y también Xàtiva, Gandia, Sagunt, Torrent, Alzira, Burjassot...

Aquel martes fue también el del nacimiento de una generación de políticos, algunos de los cuales han marcado una etapa larga en la vida valenciana y española. Las calles seguían siendo grises, pero la ilusión empezó a brillar.