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próxima parada: canfranc

Hay lugares que aguardan el rumor de tiempos antiguos, y la Estación Internacional de Canfranc, sin absoluta duda, reviste esa esencia única que aúna a la perfección la presencia de la ausencia. Me explico: cuando un lugar prácticamente abandonado en la actualidad antaño tuvo un trajín considerable de gentes y ahora su ambiente denso capta las energías de todo aquello. No hablo de espectros, naturalmente, pero no le quitemos tampoco enigma a estos lugares cuya particularidad es precisamente esta, la de cargar con la historia del edificio propiamente dicho y la de aquellos que lo ocuparon.

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Esta estación fue inaugurada el 18 de julio de 1928 –quién iba a decirles en aquellos momentos que esa sería fecha de poca efeméride en el futuro- y su cometido era unir Francia y España atravesando los Pirineos por Somport. Su ingeniero fue Fernando Ramírez de Dampierre y los encargados de darle el protocolario pistoletazo de salida fueron el pieza de Alfonso XIII y el por entonces presidente de la República Francesa, Gaston Doumerge.

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En septiembre de 1931 parte de la estación sufrió daños importantes debido a un incendio que se inició en el vestíbulo y que luego se propagó a la biblioteca -ya ven, las bibliotecas, siempre condenadas al fuego– destruyendo gran parte de la estación, sobre todo su restaurante. Durante la Guerra Civil Española pasó a ser zona de control del Ejército sublevado, que no Nacional, siendo tapiada, naturalmente, la parte que la unía con Francia para así evitar cualquier flujo entre ambas regiones.

Reabierta en 1940, la II Guerra Mundial supuso la llegada de la Wahrmacht alemana nazi a la parte francesa de la estación, generando así roces bastantes discordes entre los nazis y los militares españoles. Era precisamente a través de esta estación donde los alemanes transportaban el wolframio (metal de corteza terrestre que se encuentra en forma de óxido o sal) que empleaban para reforzar el acero de sus tanques.

En el año 1941, volviendo a la parte española, con la nacionalización de los ferrocarriles de ancho ibérico estas instalaciones pasaron a formar parte de Renfe, y la francesa, cómo no, de la Societé Nationale des Chemins de Fer hasta el 1970, en el que finalmente se cerró el tráfico internacional tras el derrumbe del puente de l’Estaguet a consecuencia del descarrilamiento de un tren de mercancías francés. El 15 de marzo de 2021 se abrió una nueva terminal esperando a que la reapertura del tráfico pueda volver a ser posible.

Y es que Canfranc representa la utopía del viajero que, no nos equivoquemos, aguarda en la figura de los trenes ciertos encantos evocadores. Su estación, sólida, robusta y paradigma de las grandes estaciones europeas, transporta de forma directa a la ilusión del eterno retorno, no en su significado Nietzcheriano, pero sí en el de transportarse perennemente y sentir siempre inquietud por aquello nada cotidiano.

Esa sensación, si hay algún transporte que la acentúa en demasía es, sin ninguna duda, el tren, ya que este permite vivir de forma lenta y pausada el viaje de un punto X a otro Y y permitirte ser consciente de ello. Los aviones y los barcos (que estos últimos también merecen mención) lo hacen, pero de desigual manera. La cuestión es que el tren ya se ha ido convirtiendo en transporte de poca categoría y en agonizante pasaje hacia otros territorios por la duración de su trayecto sin percatarse uno que es esto, precisamente, es su virtud en vez de su hándicap.

Recuerden solamente la importancia notoria que en un pasado tuvo (cierto que no existía el avión, pero no le quiten por ello ganas al asunto). Me viene a la mente el Transiberiano, el Al-Andalus o el mítico Orient Express. Quién no, en épocas pandémicas, se subiría sin pensarlo a cada uno de ellos. Desgraciadamente, alguno de ellos únicamente desprende ahora reminiscencias pasadas pero Canfranc, por ejemplo, todavía está ahí y, si todo va evolucionando, volverá a carrilar esperanzas por doquier, que es, al fin y al cabo, lo que significa viajar.

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