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Germán Caballero

El llanto de los tomates

LEsta semana venía en el periódico la noticia de que los tomates sufren y lloran, como los concursantes de Masterchef. Lo han descubierto unos científicos brasileños tras estudiarlos a fondo resistiendo la tentación de comérselos, lo que ya tiene mérito. Pero la noticia no parece ser tan nueva porque en ella también se decía que, hace ya seis años, el biólogo italiano Stephano Mancuso había advertido de la existencia de «inteligencia vegetal» en un libro titulado, precisamente, «Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal». Lo de la inteligencia vegetal tampoco es una novedad, al menos en España, como demuestra el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados.

Quienes hemos sido educados en las violentas películas de Sam Peckinpah, el alegre sadismo de Tom y Jerry y en el culto –ahora sabemos que cruel- a las ensaladas, no es probable que desarrollemos escrúpulos éticos ante los tomates, porque estamos ya muy maleados. Los más sensibles quizás se animen a disculparse ante el tomate o a escribirle un epitafio antes de descuartizarlo e hincarle el diente, pero la mayoría pasaremos de la nueva condición del tomate como pasamos la página del periódico que informa de su vida interior. Más probable será que desarrollaremos una rápida teoría sobre la superioridad de nuestros derechos frente los del tomate según la cual, si es cierto que el tomate sufre y llora, también lo es que la cebolla, fiel aliada del tomate y originaria del mismo reino vegetal, nos ha hecho llorar toda la vida. Esa lógica verdulera no vale un pimiento, de acuerdo, pero si es la que emplean a diario un montón de medios de comunicación nacionales, la Conferencia Episcopal en sus comunicados y los partidos de la oposición en cada intervención parlamentaria, podría tener futuro en España como coartada moral en el caso de que los tomates, cansados de sufrir, se pongan reivindicativos.

A quienes tenemos una sensibilidad que, como se ve, se encuentra muy por debajo de la del tomate, la noticia sobre su inesperada situación metafísica no nos quita el sueño, pero está por ver que, a los vegetarianos o a los espíritus auténticamente refinados, no les cree esto del sufrimiento y llanto del tomate serios problemas de conciencia, lo que tampoco sería tan raro si se tiene en cuenta que cada avance científico cambia la manera de enfocar la historia. Antes del descubrimiento de las vacunas contra el coronavirus, por ejemplo, se creía que el número de chalados que habitaba el planeta era limitado y controlable, pero ya hemos comprobado que, unos por otros, estamos como chotas.

No es por señalar, pero la «Oda al Tomate» de Pablo Neruda, que antes de la entrada en escena de Stephano Mancuso y la ciencia carioca era vista como una excelente obra literaria, hoy podría denunciarse como un infame himno al colonialismo alimenticio, a la opresión e incluso a la antropofagia. Sobre todo cuando en esa oda, tras exaltar las cualidades del tomate hasta el delirio, el poeta chileno termina admitiendo que «debemos, por desgracia, asesinarlo». Si a esa confesión criminal se añade el dato de que Neruda también escribió una oda a Stalin, la posteridad del poeta no parece ni mucho menos asegurada en el nuevo clima moral que empieza a germinar lenta pero inexorablemente, como un tomate en la tomatera.

Puede que la nueva sensibilidad que se avecina, a la que todo le preocupa y en todo profundiza, acabe confluyendo en parte con la del tomate; puede que el tomate termine siendo uno más de la familia; quizás andando el tiempo algunos acaben adoptando a los tomates como mascotas, poniéndoles nombres absurdos –Samantha, Blacky, Thor o Lulú- o llevándolos a la ópera en vista de su demostrada capacidad emotiva, y puede que algún día el recuerdo de haberlos comido les llene a muchos de horror mientras se sienten mejores personas. Todo eso, con suficiente alcohol y ciertas sustancias prohibidas, podría soportarse. Pero lo malo es que la nueva sensibilidad, más que aproximarse a la humanidad elemental que transmite el tomate, está reproduciendo la del melón, la de los melones de siempre, infaliblemente romos, sin rastros de inteligencia o empatía y terriblemente pesados. Como dijo no sé quién con mucho tino: ¿y si a base de profundizar en todo lo que pasa nos estamos hundiendo? Qué época tan rara.

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