Más de un año después de que se constituyera el nuevo gobierno compruebo con profunda tristeza cómo persisten rémoras de un tiempo que creíamos olvidado y que, a diferencia de otras cuestiones, sería muy fácil suprimir. Servidora, que entró con 16 años y Franco vivo en la Administración, ha visto ya mucho, y muchos supuestos cambios donde, citando a Lampedusa, todo cambia para que todo siga igual. Y no puedo evitar pensar aquello de que Franco lo dejó atado y bien atado.

Pero yo insisto, que para eso soy casi vieja y tengo muy poquito que perder. Por favor, apéense de una vez de esos tratamientos de honorables, ilustrísimos, etcétera que quedan tan desfasados, tan anacrónicos y tan ridículos. El lenguaje nunca es inocente ni neutro. Implica una determinada perspectiva, un punto de vista. Entonces, ¿qué se pretende con esos tratamientos? ¿Quizá ampliar la brecha entre la clase política y el resto de mortales?, ¿consolidar una cierta impunidad? En todo caso, otorgar una cualidad superior y distanciar al político del ciudadano de a pie, elevarlo por encima del pueblo llano.

Y si no es así, ¿cuál es su función, para qué sirven? Porque yo entiendo que es la persona y no el cargo la que es honorable, cuando lo es; la persona y no el cargo quien es ilustre, cuando lo es. Así que aplicarlo de oficio al cargo no viene a ser más que una especie de declaración de principios. Y las declaraciones de principios (como los nuevos nombres de las consellerías) están muy bien cuando se cumplen. Cuando no, son sólo palabras huecas, ruido ambiental. Laura Husé Valle. Valencia