Pase que el taxi sea un microcosmos por el que desfila toda la sociedad, desde el banquero con gemelos dorados hasta el octogenario abandonado que acude al hospital para dolor de su bolsillo y necesidad de sus piernas. Pase que un taxista lidie con la prostituta que viaja entre el silencio y la vergüenza a un domicilio privado de madrugada, con el diputado que sale ufano o ajetreado de las Corts, con un presidente de la Generalitat —Francisco Camps— meditabundo y sin chistar en todo el trayecto, con el abogado que sale triunfante de un juicio, con el hombre que intenta disimular que va a la caza furtiva de travestis en plena noche, con los solitarios que se andan con rodeos para no mentar la palabra prohibida —puticlub— o con el pobre drogadicto que corre en busca de su dosis hacia los rincones más sórdidos y oscuros de la ciudad. Son todo ejemplos reales que le han pasado a este conductor en sus diez años de oficio. Pero hay situaciones en un taxi que rompen cualquier barrera lógica de la extravagancia. Casos que rayan lo paranormal, como el que aquel mediodía se vivió en el taxi que conduce Javier Castedo.

Subió al vehículo un cliente que se apoyaba en una muleta. Por romper el hielo, Javier le preguntó si había sufrido una caída. «Me dijo que no. Que lo habían abducido los extraterrestres y le habían colocado hierros en todas las articulaciones. Y que, después, lo habían devuelto a la Tierra». Así de directo, sin balbuceos. Javier asegura que el hombre hablaba normal y no estaba de cachondeo. El cliente le preguntó: «Porque los extraterrestres existen, usted lo sabe, ¿no?». «Yo no los he visto. Pero si usted lo dice, existirán», respondió Javier tirando de su manual: nunca contradecir a un cliente hasta el punto de violentarlo y tratar de ayudarlo en todo lo que pueda.

La película continuó. El cliente le contó que los extraterrestres eran «malos»: que un día su mujer hizo pollo con patatas para comer y que la comida desapareció de la mesa y a las dos horas volvió a aparecer. «Se la habían llevado los extraterrestres», le dijo. Javier asentía. El hombre, además, le dijo que estaba «muy cabreado» con los extraterrestres. Porque le habían ordenado que tenía que comprar un terreno y cavar un agujero en medio. Él ya había comprado el terreno y había hecho el agujero. Pero los extraterrestres no le habían dicho nada y él estaba esperando órdenes. El taxista no sintió risa, sino pena. Porque la carrera iba destino al hospital.

La pena ha vuelto otras muchas veces a su taxi. Como aquel día que recogió a un hombre apesadumbrado. «Hace usted mala cara», le advirtió Javier, con fachada e interior de buena persona. «Aquel hombre se derrumbó y se puso a llorar. Le pedí disculpas, pero me dijo que no era por mí, sino porque lo acababan de despedir en ese momento después de 30 años en la misma empresa. Tenía 55 años y decía que no sabía que iba a hacer con su vida», recuerda. Al final, el hombre le dio las gracias al taxista. No por la carrera, sino porque se había desahogado con él y llegaba más calmado a casa para contárselo a su mujer. Hace tres meses tuvo que secar las lágrimas de otros hombre, de 45 años, al que recogió de la cola del paro. «Llevaba cuatro años en el desempleo. No tenía familia porque era huérfano. Vivía solo. Yo le dije que mi hermano estaba en paro, que todos tenemos dificultades, que tiramos para adelante o nos hundimos. Él se rió un poco», dice. Con eso había suficiente.

Consultor de problemas

También le agradecen sus consejos o su compañía algunos clientes peculiares. Es gente que sube al taxi para, sencillamente, darse una vuelta y conversar. Aunque son minoría, existen. «Hay mucha gente que se siente sola. Que suben y piden: “Deme una vuelta y así hablo con usted”», cuenta. De fútbol, del tiempo, de la crisis. De la vida. Otros se suben y se confiesan. Problemas con el jefe o con la mujer que no se atreven a contar a nadie. A veces, hasta problemas sexuales. «Mire, yo con mi mujer no hago nada, ¿usted qué opina?», le preguntó uno. Se salió como pudo. «Tienes que tener mucho tacto en decir las cosas. Siempre procuro no molestar a nadie y, si puedo, lo ayudo. No soy psicólogo, pero humanamente intento ayudarle», añade el taxista. Lo dice desde el asiento de conductor mirando a los aposentos traseros, que por momentos parecen cobrar forma de diván.