Aun año más llegamos al 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, con pocos motivos para el optimismo. Se ha hablado y escrito mucho sobre el tema; por ello tan sólo quiero referirme a un aspecto muy concreto: aquello que podamos aportar en positivo desde el mundo de la música. Los estudios indican, en líneas generales, que la violencia se concentra en ámbitos sin formación, con consumo de alcohol u otras drogas, antecedentes familiares de violencia, así como otros parámetros que nos conducen inevitablemente a la necesidad básica de educar en igualdad, rompiendo los tradicionales roles de género. Pero los datos que nos llegan de algunos países del norte de Europa son desconcertantes, puesto que también se recogen cifras de violencia muy altas a pesar de llevar mucho más trecho recorrido en educación en igualdad y con una realidad laboral, familiar y de conciliación mucho más avanzada. Esta reflexión me lleva a pensar en la educación emocional, además de la formación en igualdad: la educación en la seguridad, en la autoestima, en la gestión de las emociones, en la empatía, en la reflexión. Rasgos todos ellos muy presentes en una verdadera educación en el arte y el pensamiento y, desde luego, en la música.

Leyendo un artículo sobre ciberacoso a feministas en la red, me llamó la atención el caso de la estadounidense Lindy West, a la que su acosador terminó pidiendo disculpas, después de explicarle: «Creo que mi ira hacia ti viene de lo bien que te sientes contigo misma. Eso me hace daño porque hace evidente lo mal que me siento conmigo mismo».

Esta afirmación tan sincera y tan cruel es una de las claves de tanta violencia, y se puede observar fácilmente en las relaciones entre niños y adolescentes en un aula. El malestar con uno mismo, la falta de seguridad y de autoestima; el no haber aprendido a quererse, a gestionar las emociones negativas; el necesitar ser validado por alguien externo? degenera en conductas enfermizas en el adulto. Tenemos por delante una tarea ingente de educación emocional en la familia y en la escuela; un aspecto de la formación que suele ser la hermana pobre de los programas curriculares, cada vez más por las discutibles decisiones en política educativa: el espacio mínimo, cuando no la desaparición, de la música, las artes plásticas, el teatro y hasta la filosofía. «Conócete a ti mismo» decía Sócrates: si formamos buenas personas, conscientes, que crean en sí mismas, lo demás vendrá solo. Una educación sin lugar para el arte y el pensamiento, estoy convencido de que no hará sino elevar aún más los índices de violencia. No por casualidad uno de los proyectos más queridos y asentados de Daniel Barenboim es la orquesta West-Eastern Divan, que tiende lazos de entendimiento, haciendo compartir atril a árabes, palestinos e israelíes, intentando así prevenir aún más violencia.

La filósofa Hannah Arendt decía que «la tarea de la poesía como de todas las artes es alzar la voz desde lo profundo». También la música tiene esa capacidad; así como la de expresar y canalizar aquello a lo que no alcanzan las palabras. Por mi profesión y mi trayectoria personal, llevo muchos años trabajando la educación y la comunicación musical y apuesto por ella como una herramienta imprescindible de igualdad, de crecimiento interior, de gestión de las emociones, de apuntalamiento de la autoestima y por tanto, de prevención de relaciones asimétricas y de violencia; una educación en el diálogo, frente a una educación basada en la competitividad, en excluir del sistema al más débil, y en alcanzar el éxito a cualquier precio.

En la parte que conozco, como músico y como padre, reivindico la enseñanza en todas las artes como instrumento imprescindible y enormemente útil para trabajar la autoestima y la empatía; el sentido de equipo, la generosidad y, desde luego, para gestionar las emociones, encauzando las negativas y potenciando las positivas. La educación en la belleza como vía para la igualdad, la paz y para extraer lo mejor de cada ser humano.