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Ponce y Corrochano

Corrochano, en la segunda década del siglo pasado, publicó la interesante antología de crónicas taurinas donde se describía una importante cinemática torera basada en el dominio del toro y la suavidad de movimientos con los engaños.

Parece como si el maestro de la crítica conociese ya, en tan lejanas fechas, el estallido personalísimo que ha supuesto la vivencia poncista en la historia moderna del toreo.

Aquellas reseñas recogían el trayecto fugaz del luminoso cometa que se llamó Manolo Granero. Este torero del barrio del Pilar expuso un sueño apasionante: ganar el cetro de la tauromaquia eterna para Valencia.

Su presencia en los ruedos se convirtió en epopeya corta y sobrecogedora, como un relámpago. Cantó la rapidez, el arrojo y la entrega con que se puede construir la grandeza torera qué influyó decisivamente sobre toda la «etapa de plata» del toreo, con un estilo preñado de suavidad y valor para la ejecución de las suertes en las postrimerías de la línea romántica.

Enrique Ponce, con su bagaje amplio de méritos a lo largo de un cuarto de siglo, hace realidad el sueño de aquel magnífico violinista y excepcional coletudo, sumando estadísticas inmejorables en los anales últimos del proyecto belmontista.

Observado en conjunto la obra del de Chiva, su paseíllo vespertino deberá estar respaldado con el respeto de los tendidos y el aplauso de bienvenida a su geometría espectacular, al revivir la estampa elegante y universal de la mejor torería valenciana.

Esta tarde concede el doctorado a Jesús Duque, otro torero nacido entre viñedos y Mediterráneo. Ojalá que la tarde sea jubilosa y que Dios reparta suerte.

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