Hace un mes, una niña de tres años murió en el enclave burgalés de Treviño debido a las complicaciones de una varicela. El caso tuvo notoriedad porque sus padres solicitaron una ambulancia al servicio vasco de salud por cercanía, y la atención les fue negada aludiendo a un mero criterio competencial: correspondía a Castilla y León. Se produjo una agitada polémica que fue pacificada en parte con el argumento de que la infección era mortal de necesidad, pero también hubo un debate más solapado en el que ningún cargo del ministerio de Sanidad ha tenido la deferencia de entrar, relativo a que la nena no estaba vacunada. La inmunización contra esta enfermedad se ha retrasado a los 12 años (para los pocos niños que no la hayan padecido) en toda España, salvo en Navarra, Ceuta y Melilla, donde se aplica entre los 12 y los 15 meses, con un recuerdo a los 3 años. En contra del criterio de la Asociación Española de Pediatría, esta vacuna se ha sacado del calendario nacional después de años funcionando sin problemas. ¿Por qué? Desde el ministerio se sostiene que se trata de una enfermedad banal y que es mejor pasarla en la infancia.

No defiendo que sea sencillo tomar decisiones que afectan a la salud pública. Digo que hay que explicarlas de forma transparente a los padres. Incluso la ministra Ana Mato, que en una entrevista aseguró que su momento preferido del día consiste en «mirar cómo visten a mis hijos», se habrá hecho preguntas, y por lo visto en su ministerio hay respuestas para todos los gustos. Porque hay otras vacunas, como la del neumococo o la del rotavirus, que no cubre el sistema público pero se da la opción a los padres de comprarlas. No ocurre así con la varicela, cuya venta se ha bloqueado. Dicha circunstancia ha llevado al laboratorio que la fabrica a demandar al Gobierno. Y en esta novela de John le Carré ya hay familias comprando sus dosis en Francia o en internet, con los riesgos que ello comporta porque han de transportarse respetando la cadena de frío.