Vuelva o no, y si lo hiciera ojalá que no fuera esporádicamente, el debut del director ruso Vladimir Jurowski (Moscú, 1972) en Valencia entra directamente en el terreno de lo legendario. Nuestro recuerdo lo sentará allí para siempre, a la diestra de Kleiber, junto a Giulini, Solti, Nagano, Rattle, Abbado, Maazel, Salonen, Gergiev, Chailly, Gielman, Fischer, Jansons, Gardiner... Como todos ellos, sobre el podio solo se parece a sí mismo; como en todos ellos, asombró la capacidad para arrastrar a instrumentistas y público hasta la contemplación del inefable meollo mismo de la música dando en cada momento relieve al matiz preciso con gesto imposible de concebir más adecuado.

De eso es de lo que disfrutó especialmente en la segunda parte de esta velada. Hacer oír como música absoluta lo que no lo es constituye una desconsideración con el público, pero ninguno de los espectadores que llenaron el Auditorio Superior echó de menos en el programa de mano los títulos de los veintiún números que se ofrecieron del ballet Cinderella de Prokofiev. Ni siquiera la deficiente acústica de la sala supuso obstáculo alguno para, de la mano del héroe vencedor sobre la del Southbank de Londres, sentir la perversidad de las hermanastras, la inocencia de la protagonista, la catástrofe desencadenada por la llegada de la medianoche, la urgencia del príncipe recorriendo el orbe al galope en busca de su amada, la ternura del abrazo final. Si admirable había de ser la fidelidad al sentido del esperpento de Prokofiev, no menos lo fue antes la inmersión en el de la tragedia que resulta inherente a Shostakovich, del cual ya se había ofrecido como oportuno exordio su orquestación del Preludio de Khovanchina. En el Concierto op. 129, la parte solista la desempeñó el alemán Kolja Blacher (Berlín, 1963), que exhibió magnífica técnica en equilibrado diálogo con una orquesta que, por si no ha quedado claro en lo anterior, se dice ahora que firmó una de sus actuaciones más memorables en el apartado sinfónico.