El FIB es un sitio sin espejos en el que hace mucho calor, y como no hay forma de ver tu reflejo solo te puedes centrar en todo lo demás.

La zona en la que nos hicieron acampar estaba pegada a un complejo que el festival estrenaba y que bautizó como TrenchTown. Eran dos pequeños recintos de entrada gratuita, uno irlandés y otro jamaicano, que contaban con DJs pinchando música reggae durante el día y la noche.

Así explicado suena interesante. Fue el infierno.

Los dos puestos estaban pegados y compartían horarios, con lo que desde las tiendas se oía, de cuatro de la tarde a cuatro de la mañana, una mezcla imposible de dos canciones de reggae a todo volumen. La situación era tan absurda que un compañero de camping pidió firmas para presentar a la organización nuestras molestias por TrenchTown, y solo nos faltó mantearle como al entrenador campeón de Europa.

Solo una persona disfrutó con aquello: el DJ que pinchaba en las horas calientes de TrenchTown. Era un hombre de unos 50 años y que en realidad ni siquiera era el DJ, sino más bien un animador. Sus eslóganes para jalear a las masas eran:

-FOR REAL!

-For the Spanish people!

-For the Irish people!

-Riiiiiight!

-Yeah, vassels! (nos fuimos del FIB sin tener remota idea del significado de esta frase)

-FOR REAL!!

Para nuestro pasmo, el domingo aparecieron cuatro o cinco ingleses de su misma edad extrañados y desilusionados por que el recinto se encontrara cerrado; incluso se habían imprimido los horarios de los DJs que pinchaban en cada carpa. El director del FIB se apresuró a decir que TrenchTown repetirá, pero que no estará en el camping: el error es que solo nosotros, los afortunados acampados, podíamos disfrutar del reggae.

La esquina TrenchTown del camping estaba también habitada por dos grupos distintos de inglesas, un numeroso grupo de españolas y un trío de hombres ingleses con pinta de haberse metido todo el éxtasis de Bristol en los 90. Pronto descubriríamos que nuestra misión en aquel intercambio cultural sería honrar el recuerdo de Alfredo Landa, y como prueba nuestras interacciones con los vecinos:

-Pedirle fuego al grupo de españolas.

-No poder dejarle un abridor a la inglesa más guapa de nuestro alrededor después de que nos lo pidiera en perfecto español, algo que quizá nos habría parecido mejor si no nos hubiéramos pasado los días anteriores comentando a gritos garrulos (y en español) cuánto nos habría gustado invitarla a nuestra tienda.

-Obstaculizar el acceso general al pasillo, con un momento estelar cuando uno de los veteranos británicos, el que tenía pinta de ser el líder, le pegó una patada al colchón que teníamos entre las tiendas gritando FUCK OFF. Al minuto vino a disculparse y decirnos que disfrutáramos del festival, en un gesto que le honra y que para nada encaja con el tipo de comportamiento bipolar que fomentan algunas drogas.

En la esquina TrenchTown pegaba muy fuerte el sol desde las ocho de la mañana. Como casi todo el camping, recibíamos el día con una importante deshidratación dentro de la tienda, y los que no empezaban así la mañana eran porque nunca llegaron a terminar la noche. Así que obligados a madrugar, la odiosa alternativa era ir a la playa, a tumbarse al sol y bañarse en las tranquilas, templadas y algo sucias aguas del Mediterráneo, con la preocupación de decidir en qué restaurante comer. Una vida de perros.

La oferta gastronómica suele ser buena, pero una vez decidimos mal y comimos el menú de 10 euros de un restaurante; empezamos a sospechar cuando le preguntamos al camarero si el pollo asado llevaba guarnición. «Sí, creo que sí», respondió, como queriendo no implicarse en lo que iba a suceder. Después sirvió un vasito de salmorejo y una rodaja de melón con tres gramos de jamón por plato como primeros, y de segundo, el plato estrella: la pasta Alfredo.

El camarero apareció con un gran plato compuesto por un 10 % de spaghetti y un 90 % por de porcelana. Después de encogerse de hombros al ver el plato, nuestro amigo El Moro, orgulloso propietario, empezó a enrollar los spaghetti, y estuvo a punto de llevarse todo el plato a su tenedor de una tacada. Dejamos de propina dos céntimos en monedas de uno y El Moro y yo nos cagamos en su baño. TripAdvisor dice que el restaurante, del que ahorro el nombre, es el 78.º mejor restaurante de los 86 que incluyen de Benicàssim.

Pese a nuestros esfuerzos por evitarlos, la limpieza de los retretes del FIB, siempre un asunto espinoso en un festival, era notable. La primera vez que fui, la chica del WC de al lado me recibió gritando «¡qué de pis!, ¡qué de pis tengo!», y pasando el pie por debajo de mi baño para tocar el mío. Uno de los hallazgos de Benicàssim fue MercaEuro, un bazar chino con un parking («exclusivo para clientes del supermercado», rezaba su cartel) al que se entraba y salía por la mitad de una rotonda cometiendo tres o cuatro infracciones de tráfico. La primera vez que entramos a ese oscuro y absurdo aparcamiento pensamos que saldríamos de allí con seis riñones entre los cinco. El aparcamiento contaba con un baño de minusválidos inexplicablemente abierto y sus condiciones higiénicas lo hicieron punto estratégico dentro de nuestra estancia.

Van como 17.000 palabras de FIB y he hablado más de escatología que de música, pero es que para cuando entramos al recinto ya teníamos la sensación de llevar 20 días en Benicàssim: acampamos el jueves sin entrada, así que hasta que no pasó un día y medio no pudimos ver conciertos. Para entonces ya habíamos atravesado varias veces las zonas de máxima miseria y alegría del FIB: cuando llevas 24 horas en el festival te das cuenta de que todo es una montaña rusa de emociones a la que te tienes que acostumbrar. Vimos los dos primeros conciertos, de Jamie T y Noel Gallagher, y luego fue Prodigy.

Ver a Prodigy es lo más parecido que he hecho a meterme cocaína en mi vida. Cinco minutos antes del concierto tenía la espalda destrozada y más ganas de irme a dormir que de ver a un grupo que me gusta pero no me entusiasma. En cuanto empezó a sonar Breathe ya me había metido en un pogo -el concierto era un pogo masivo de hora y media- y para los bises había llegado con tanta fuerza que estaba yéndome a chocar contra la gente de las primeras filas.

Por supuesto hubo gente que decidió que Prodigy no era la única forma necesaria de drogarse en ese momento. En la canción número 13 o 14 del concierto, Smack My Bitch Up, un tipo cogió cara a cara a nuestro amigo Raúl y le dijo «YOU DON´T SEEM FUCKING EXCITED». El segundo momento más loco del concierto fue la chica con sobrepeso que se dedicaba a estamparse corriendo a toda velocidad contra la primera persona que veía. El top3 del viernes lo completó el tipo que se puso a mear en mitad del público durante el concierto de Noel Gallagher.

Contentos de los conciertos del viernes, no sospechábamos que Los Planetas, un grupo al que íbamos a ver con escepticismo, darían un concierto legendario. Cuando Jota anunció que Mendieta tocaría la guitarra en Un buen día, en el público lo celebramos como un ascenso a Primera División; habría habido menos euforia si hubiera dicho que la siguiente canción la tocaría Jimi Hendrix resucitado. La gloria del concierto es que hubo mucho más que Mendieta.

Los Planetas fueron grandiosos, pero luego tocaba Blur, una de las bandas de mi vida. Damon Albarn, que seis horas antes había dado un concierto en Francia, tenía la misma energía en el escenario que un dios. En Song 2 formé parte de lo que solo se puede llamar como un maremoto de personas. Se me escapó una lágrima de felicidad en The Universal, la última canción. Pensé que no podría haber mejor momento para morirse que aquel, en el último de 90 de los mejores minutos de mi vida. Inexplicablemente, y a la vez, también me sentí inmortal.

La inmortalidad no existe. Benicàssim, sí, por fortuna. El día después de volver de nuestro primer FIB, nos compramos el abono para el siguiente.