El entrenador italiano Arrigo Sacchi, gurú del gran Milan de finales de los 80 del pasado siglo (el Milan de Baresi, Van Basten, Gullit, Maldini y compañía), dice que el fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes. Me gusta más esta frase de Sacchi que la famosa sentencia de Bill Shankly: «El fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es mucho más que eso». Pues no. El fútbol no es mucho más que una cuestión de vida o muerte. El fútbol es la cosa más importante de las cosas menos importantes. Es decir, que el fútbol es importante, pero no tan importante. O sea, que la lucha Barça-Madrid por el título de Liga es muy importante dentro de las cosas poco importantes, pero no es mucho más que una cuestión de vida o muerte. La rivalidad entre el Barça y el Madrid o, más aún, la rivalidad entre sus aficionados no debería impedirles ver juntos un partido en el bar ni compartir un café con gotitas de malvada ironía. El mismo Shankly, entrenador del Liverpool de 1959 a 1974, no soportaba al Everton, el «otro» equipo de la ciudad, y algunas de sus mejores frases (y tiene muchas) son producto de esa rivalidad. Ahí va una: «Liverpool tiene dos grandes equipos: el Liverpool y los suplentes del Liverpool». Y otra: «Cuando no tengo nada que hacer, miro debajo de la clasificación para ver cómo va el Everton». Qué tipo, Shankly. ¿Podría Bill Shankly compartir unas pintas en un pub de Liverpool con aficionados del Everton? Puede que no, pero me gustaría pensar que sí. En esta temporada, cuando el Madrid era líder y le preguntaron a Casillas cómo veía al Barça, el portero contestó que veía al Barça por el retrovisor. Bravo. ¿Por qué el ingenio de Casillas molesta a algunos culés? ¿Por qué Figo no puede tomarse una copa en el bar de Camp Nou, aunque se arriesgue a que el camarero le quiera cobrar treinta monedas de plata por una cerveza? ¿No puede Luis Enrique darse un paseo por los alrededores del Bernabeu, con el único miedo de que algún aficionado le diga que prefirió ser cabeza de ratón que cola de león?

El fútbol es un deporte apasionante, y un buen partido de fútbol, como la película ideal según Cecil B. DeMille, empieza con un terremoto y, luego, suavemente se va deslizando hasta el final. ¿Qué final? ¡Una gran catástrofe! Del terremoto a la catástrofe, un partido de fútbol ocupa noventa minutos (más el descuento) de nuestro tiempo de ocio. Y aunque el ocio sea mucho más que la parte de la vida más importante de las cosas menos importantes, tampoco hay que ocuparlo con juegos que nunca son más que cuestiones de vida o muerte. Que las ideas de los barcelonistas y de los madridistas luchen entre sí, pero que no lo hagan las personas. Que luchen las ideas sevillistas contra las béticas y las sportinguistas contra las oviedistas, pero que eso no impida a los seguidores del Barça, del Madrid, del Sevilla, del Betis, del Sporting y del Oviedo compartir estadio, calle, bar y salón. Como diría el doctor House, la mayoría de los disgustos que nos da el fútbol los resolvería hasta un mono con un frasco de analgésicos, así que no merece la pena ponerse en plan Bill Shankly y dar al fútbol más de lo que es del fútbol.

Ni siquiera debería ser necesario un mono con un frasco de analgésicos para evitar que el fútbol nos convierta en idiotas porque el fútbol es, en sí mismo, el analgésico más eficaz, siempre que controlemos sus efectos secundarios en forma de mal humor y odio a los otros. Decía Hume que no es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo al rasguño de mi dedo, y no es contrario a la razón que un barcelonista firme que el Barça no gane la Copa de Europa con tal de que el Madrid sea eliminado por el Lyon. Pero, después, el mundo y mi dedo deben poder tomarse tranquilamente un café en el bar de la esquina porque el fútbol no es más que la cosa más importante de las cosas menos importantes. A veces, ni eso.