Arrecian las vuvuzelas, esas trompetillas de plástico, más menos alargadas, que emiten un sonido chirriante y monocorde. El fútbol nunca ha sido silencioso y no hay nada más desolador que asistir a uno de esos partidos que, por sanción de la autoridad competente, se juegan a puerta cerrada, sin espectadores. Resultan deprimentes. Pero de ahí, a la tortura que supone que un(os) señor(es) se pase hora y media dando la matraca, hay un largo trecho. A la selección española hace años que se le adhirió un tipo, maño de origen, afincado en Valencia, cubierto con una descomunal txapela y con un tambor pegado a la panza, capaz, como te toque al lado, dale que te pego, de amargarte la tarde. Manolo, le dicen.

El fútbol, como las buenas películas, tiene su propio sonido ambiente que permite seguirlo a ciegas, incluso a una cierta distancia, desde fuera del estadio. Se percibe entonces la pulsión cardíaca de la grada, que sube y baja en función de lo que ocurre sobre el campo. El ritmo del partido proporciona al oído momentos de intensidad aguda, periodos de tonalidad grave, o segundos de silencio sobrecogedor. El ruido excesivo, distorsiona esa radiografía sonora.