Con los achaques propios de la edad —88 años de azarosa vida le contemplan— pero todavía lleno de vida por delante (no le queda otra, a la vista de ese monumento a la estulticia que es el non nato nuevo estadio), Mestalla acoge esta noche su novena final del Campeonato de España. Las ha visto bajo las diversas adscripciones políticas que ha ostentado la competición: Copa del Rey, Torneo Presidente de la República y Trofeo del Generalísimo —con perdón—.

Recién inaugurado, guapo como un san Luis — y no como ahora, que requiere de liposucciones periódicas y botox constante para seguir aparentando— Mestalla recibió su primera final en 1926, como premio por ser el único campo con gradería —de madera— dotado de césped. El solar sobre el que se asienta había costado 350.000 pesetas y la construcción 270.000. (Total, 3.700 euros de ahora). Tres años más tarde, en 1929, fue escenario de la famosa final del agua. Dos días jarreando no amilanaron a los 25.000 aficionados que llenaban el campo —150.000 pesetas de recaudación— y aguantaran impertérritos para ver como el Espanyol, capitaneado por el mítico Ricardo Zamora, le ganaba 2-1 al Real Madrid.

Desde entonces acá, esta ciudad y ese entrañable recinto, hoy con sus cimientos recosidos con prótesis y con sus fachadas recompuestas a base de liftings, han dado cobijo a aficiones de todos los colores, adscripciones e ideologías, para que dirimieran sobre el campo incruento de batalla, en buena lid y de la manera más ordenada posible, las supremacías tribales, las diferencias conceptuales, los conflictos estilísticos e incluso la hegemonía futbolística. Que de todo eso y más, hay en juego y se resuelve en una final de Copa, el partido cumbre de la temporada española, y ya no digamos de la inglesa, donde adquiere un sabor único e incomparable.

El Cap i casal aún saborea la magnífica confrontación de fútbol y de ambiente que nos obsequieron Athletic y Barça hace dos años. A ver si hoy podemos repetir.