Después de tanto golpe y tanto revolcón, el Villarreal está ahí. Se mira las heridas que desaparecen, las cicatrices que se cierran y los huesos que ya no duelen, soldados y resistentes, y alza la vista observando la tabla con divertida curiosidad. El Villarreal de la supervivencia se escucha respirar y, casi sin darse cuenta, repara que aún es febrero, que está a cinco puntos de los puestos europeos, tras ganar ayer al Granada, que no tiene distracción en Champions ni en Copa, y que donde antes encontraba premio encuentra ahora zanahoria. A tiempo de todo, se le ilumina un panorama novísimo, casi olvidado, que justifica el derecho al sueño para quien quiera soñar.

En El Madrigal, contra el Granada, se puso por delante con inusitada facilidad. Una jugada larguísima, que en apariencia languidecía, encontró el cambio de ritmo inesperado en una conducción de Cani. El pase filtrado buscó la carrera de Marco Ruben, que le ganó la zancada final al defensa, lanzándose al suelo en posición forzada. Con poco ángulo, el argentino levantó un disparo cruzado y letal, que superó la salida apresurada del arquero Julio César.

Era el minuto 15 y el Villarreal comprobaba el capricho de las dinámicas. Lo que hace poco giraba en su contra, siempre, le permite ahora respirar. El fútbol, impío durante meses, reincidentemente presto a la hora de castigar sus errores, le da ahora la tregua que todo equipo necesita para crecer y ser feliz.

Pero, claro, las inercias ayudan pero no son eternas. Anoche, los amarillos controlaron el arranque del partido sin tener, a menudo e incluso, la necesidad de gobernar la pelota. Con o sin ella, meció o se dejó mecer y, en la pausa, a medida que avanzó el envite, el Granada halló el resuello para rearmarse. Y avisó, al caer el cuadro local en el relajo, en un saque de esquina que cabeceó Iñigo López a la madera, y en varios acercamientos que murieron en la imprecisión de Ighalo, tan activo como torpe.

Replicó el Villarreal con un zarpazo de Nilmar, titular tras el destierro de las últimas semanas, que salvó apurado el portero rival, pero la espiral del tran tran atrapó el partido en algo similar al tedio. Los de Molina coquetearon con el riesgo escondido que encerraba un partido trampa de manual, y se llegó al descanso con el marcador ajustado, lejos de reflejar la distancia sugerida en el inicio entre unos y otros en el césped, y más lejos aún de reflejar el potencial de ambas alineaciones. Resumiendo, de tan superior que se sintió el Villarreal, dejó de serlo por no pocos momentos. Se dejó llevar, y el Granada volteó el estatus del encuentro.

Tras el descanso, abundando en ese capazo de circunstancias que igual pueden serlo, como no serlo, el Granada cobró un córner. El centro lo cabeceó Iñigo López, otra vez solo, como en la del primer tiempo, pero ahora apuntando a la portería y empatando el partido. El Villarreal reaccionó a la bofetada y medio se despertó, perezoso, lavándose las legañas, maldiciendo sus ganas de volver a empezar.

El Submarino ganó metros y el foco señaló a varios jugadores, extrañamente tibios durante largos tramos. Poco hubo de Borja, plano, poco de Camuñas, disperso, poco de la mayoría. El Granada lanzaba contras sin clavar diana, y al Villarreal empezaba, al encarar la media hora final, a crecerle la impaciencia.

Era la hora de decantarse, y Molina pulsó la tecla correcta.

Reacción al empate

Quitó a Nilmar y metió a Castellani. Reforzó el centro del campo, donde penaban los suyos en inferioridad, y liberó a Borja. El movimiento fue tan efectivo, lo fue tan pronto, que se hizo extremadamente evidente. En la primera oportunidad aparecieron los que debían hacerlo. Camuñas picó un pase al interior del área que Borja clavó en la escuadra tras una maniobra clase mundial. Al control con la izquierda, en carrera, le siguió la volea a la escuadra. Imparable.

Antes del dos a uno, el Granada asustó a Diego López, que descolgó mal que bien un chutazo de Mikel Rico desde la línea divisoria. El acto definía el estado de ánimo de los visitantes, que a esas alturas se atrevían con todo, sobrados de confianza. El dos a uno, sin embargo, partió la noche en dos, porque Abel Resino, el entrenador de los rojiblancos, no tardó en mover el banquillo. Sumó otro delantero, Henrique, y retrasó a Dani Benítez, que tiene alma de extremo, a la posición de lateral.

El nuevo paisaje resultó favorable al Villarreal, que podía elegir con la transición clara que seguía a cada robo, o con mantener la pelota en superioridad en el centro del campo. Máxime, tras el error monumental de Julio César, que regaló el tres a uno. El portero pifió el despeje de un centro de Oriol, que asomaba por vez primera por la banda. De ahí al final, el Villarreal se dejó abrazar, feliz, por la nueva dicha que le envuelve, y le empuja hacia cotas más bellas. Tan fácil. Tan real.