Murió siendo un bebé. No ha llegado ni a los dos años de vida el proyecto nacido en junio de 2010 por el que Bancaja se sumó al Sistema Institucional de Protección (SIP) —aquella fórmula ya totalmente olvidada que se extendió por España hace tres años para salvar las reticencias de los gobiernos autonómicos a perder sus cajas— que unas semanas antes habían puesto en marcha Caja Madrid y otras cinco cajas de menor tamaño: Canarias, Laietana, Ávila, Segovia y La Rioja. Desde que llegó a la presidencia de la entidad madrileña en enero de 2010, Rodrigo Rato ambicionaba crear una megaentidad a la altura de su entonces prestigio, pero todos los compañeros que buscó estaban tan carcomidos por el ladrillo como la propia Caja Madrid.

Primero se volcó en una unión con la CAM (intervenida y adjudicada a Banco Sabadell) y Caixa Galicia (fusionada con la también gallega Caixanova y luego nacionalizada) que fracasó por el rechazo de ambas. Con Bancaja tuvo más suerte, según como se mire, porque, tal vez cegado por su ambición, no supo ver el caramelo envenenado que se metía en la boca. Rato debió tragarse lo que vendía Olivas: una entidad que pretendía reservarse para una segunda oleada de fusiones, que era solvente, que tenía grandes participaciones como Iberdrola y una joya de la corona como era el Banco de Valencia. Tan es así que Bancaja logró un 37,7 % en la nueva sociedad, cinco puntos por encima de lo que le correspondía por activos y Olivas se situó, como vicepresidente ejecutivo para participadas, como el número dos de una entidad en la que el tres era su lugarteniente en la dirección general de Bancaja, Aurelio Izquierdo. Además, la sede social del grupo se ubicó en Valencia.

El SIP, denominado Banco Financiero y de Ahorros (BFA), echó a andar con unas ayudas iniciales del FROB de 4.465 millones de euros a devolver en cinco años y con un interés del 8 %. Su objetivo era hacer frente a una reestructuración que supuso la prejubilación de casi 4.000 empleados, pero también se convirtió en un primer indicativo de los innumerables problemas que se cruzarían en el camino de la entidad. La crisis de la deuda y la posterior recaída en la recesión fueron castigando sin compasión al nuevo banco, lastrado por su excesiva acumulación de activos inmobiliarios tóxicos.

El agravamiento de la crisis indujo a las autoridades monetarias españolas y europeas a imponer una reforma financiera que mejorara los balances y la solvencia de las entidades. Fue entonces, en la primera mitad de 2011, cuando BFA decidió salir a Bolsa para captar el capital necesario. El parto fue costoso y estuvo a punto de abortarse por la situación de los mercados, pero al final se consumó, eso sí, con un fuerte descuento en su valor.

Pese al aparente éxito de la operación —el BFA se quedó con el 52 % del nuevo banco, Bankia—, los problemas internos ya habían empezado a revelarse. La llegada en mayo del consejero delegado, el alcoyano Francisco Verdú, inició el progresivo arrinconamiento de los hombres de Bancaja en el organigrama directivo. En toda fusión siempre se impone la cultura financiera de una entidad y en este caso fue Caja Madrid, con el agravante de que Rato empezó a desconfiar plenamente de Olivas y los valencianos, lo que tuvo un reflejo negativo en el crédito y la refinanciación.

La intervención del Banco de Valencia en noviembre y la posterior salida de Olivas marcó el punto de ruptura mayor en las relaciones internas que el sucesor de este, Francisco Pons, pactado con AVE, no acabó de solventar por la inquina de Rato, una animadversión que se hizo visible cuando ordenó una auditoría para devaluar el peso de Bancaja en el grupo. Claro que toda esa vanidad ya no importa. Rato no está, Olivas tiene un pie y medio fuera y el BFA ha pasado a manos públicas después de que la última reforma financiera, exigiendo mayores provisiones para hacer frente al ladrillo, pusiera de relieve que, si no se hacía algo urgente en BFA/Bankia, el sistema se venía abajo.