Aquella máxima fusteriana de «El País Valencià serà d'esquerres o no serà» tiene un corolario moderno y más cierto: la nueva política será viral o no será. La repercusión de la política en las redes sociales (gente influyente y pretendidamente influyente hablándole a otra gente influyente para todos creerse influyentes mientras la gente corriente, que se sabe corriente, ve la tele y pone fotos suyas y de su gato en Facebook o Whatsapp pasando de los influyentes) ha explotado en esta campaña electoral. Pero la viralidad tiene sus riesgos. Hoy te eleva a los cielos; mañana te hunde por hastío y cansancio. Por repetitivo y previsible. Es el virus que cobija la viralidad en sus entrañas: el incurable mal del hartazgo, de la sobredosis, que antes sólo llegaba con el paso de los años. Pablo Iglesias lo ha sufrido: llegaba chutado de viralidad y murió por sobreexposición mediática. El chico guapo de la barra siempre es mucho más atractivo y misterioso cuantas menos frases cruces con él. Si has de limpiarle las gotas del retrete, ni Richard Gere supera la prueba. A Albert Rivera le ocurrió lo mismo: ya se lo conoce demasiado. Los nuevos ya no desprenden ni el misterio ni el aura que los catapultó. Ahora, en este circo sin animales en que se ha convertido la «telecracia» que flirtea con las redes sociales, haría falta el número más increíble. El triple salto mortal con tirabuzón invertido. Lanzar un cara a cara Alberto Garzón-Andrés Herzog en todas las cadenas. Son los únicos nuevos. Lo demás ya es viejo.