En un ensayo que lleva el título bien concluyente de Psicología de la incompetencia militar, su autor, Norman Dixon, proporciona ejemplos acerca de la tozudez y falta de criterio de ciertos generales, pertenecientes casi todos ellos al Reino Unido, a la hora de resolver problemas serios. El caso más sonoro es el de la invasión de Afganistán por parte del ejército británico en 1839, aventura que culminaría, tres años más tarde, en el episodio de la marcha de Kabul bajo las órdenes y cuidado –es un decir– del general Elphinstone.

El episodio, al decir de los historiadores, puso de manifiesto que meterse en el avispero afgano equivale a perder la guerra con total seguridad. Pero o bien los estrategas de hoy, que se dedican a eso tan pomposo que se llama geopolítica, no leen libros de Historia o, cometiendo un error muy común, creen a pies juntillas en que la abrumadora diferencia de medios y técnicas en el enfrentamiento entre dos ejércitos garantiza la victoria del que es, en principio, superior. Se sabe desde la batalla de Maratón que no es así pero, insisto, la lectura no es el fuerte de los próceres. Así que la ONU en pleno decidió en el año 2001 apoyar la operación Libertad Duradera, la maniobra de invasión de Afganistán por parte de las tropas norteamericanas y luego internacionales que, por el momento, de eso de Libertad tiene poco pero sigue al pie de la letra la condición de Duradera hasta amenazar con perpetuarse.

El halo benéfico del presidente Obama apunta, por lo que hace a la guerra de Afganistán, en una doble dirección que ha cobrado notoriedad estos días. Por un lado, el envío de treinta mil soldados más, una operación de refuerzo a la que el reino de España contribuirá de una manera simbólica –si se toma en cuenta el número de militares de nuestro país que va a desplazarse– pero bien angustiosa para las familias de los expedicionarios. Casi al mismo tiempo, los generales al mando de la operación bélica, a la que los ministros de aquí se niegan a calificar de esa manera, han sugerido que lo mejor es negociar la paz con los talibanes. Cosa que pone sobre la mesa un dilema curioso. Afganistán fue invadido como consecuencia de la intervención de los talibanes en los atentados del 11-S en los Estados Unidos, por más que luego fuese Bin Laden el Satanás oficial. Y los gobiernos se llenan la boca con el principio de que con los terroristas, no se negocia. Pues bien, parece que ese principio fundamental cuenta con una excepción, cosa que los valores absolutos no suelen admitir.

Si el armisticio sirviese para escapar de la trampa a la que nos ha llevado olvidar las lecturas, la excepción habría que darla por buena. Pero hay más. El motivo que llevó al general Elphinstone al desastre de Kabul es que se empeñó en negociar con los precursores de los talibanes actuales la retirada de las tropas británicas. Es de esperar que los estrategas actuales conozcan, aunque sea de oídas, el episodio. Otras cosa distinta es que sepan sacarle provecho.