Los que peinan canas regresaban a su juventud en pleno tardofranquiso cuando la demanda de sus derechos y legítimos intereses sólo merecía como respuesta la represión de las fuerzas. Porque ayer se ha repitió en el Cabanyal: un grupo de vecinos afectados por Pepri, amparados por la Orden del Ministerio de Cultura de 29 de diciembre pasado, se habían colocado delante de la casa que el Ayuntamiento, contra todo derecho, se había propuesto derribar. No hacían nada, salvo estar allí, cuando la Policía Nacional hizo acto de presencia. La noticia provocó que concejales y diputados de varias formaciones acudieran al lugar de los hechos y fueran víctimas de la primera carga policial que repartió golpes y empujones a diestro y siniestro, derribando a personas de todo sexo y edad, entre ellas la diputada de IU Mónica Oltra, el concejal socialista Vicente González Móstoles, la presidenta de la asociación Salvem el Cabanyal, entre otros, arrastrados por el suelo y sacados por otros para evitar que el tumulto los pisoteara.

Inmediatamente se cortaron los accesos a la calle en que se producía el suceso impidiendo la entrada de vecinos y de quienes, por ejercicio profesional, habían sido reclamados para hacer acto de presencia.

Entendemos la actitud de doña Rita Barberá, la que debería ser alcaldesa de todos los valencianos; deberíamos, aunque no, estar acostumbrados, porque atropella con su probada violencia a quienes se oponen a sus decisiones, caprichos y empeños; porque ella es sólo alcaldesa de quienes le votan, de los especuladores que, cual tiburones, aguardan impacientes a hacerse con la presa barata de los nuevos solares para venderlos a peso de oro; y de quienes llevan dentro a ese pequeño especulador, frecuente en la condición humana, que emerge cuando de la destrucción de viviendas ajenas deriva el sobreprecio de las propias.

Pero no podemos comprender que el delegado del Gobierno, a quien se supone compete hacer cumplir el mandato de todo un ministerio al que debe representar, para que el Pepri no se ejecute; el que forma parte de un partido político cuyo criterio es mantener el barrio; el jefe superior de la Policía Nacional envíe sus huestes y, en el colmo de la incongruencia, permita que utilice la fuerza bruta contra los ciudadanos. Todo ello sin perjuicio de la propia contradicción, porque mientras auxilia a los que atacan a los pacíficos ciudadanos que solo tienen como arma la propia voz, frente los cascos, escudos y porras, solicita del juzgado una medida provisionalísima de paralización del derribo que, según me dicen, ha sido desestimada por la jueza; la misma que debe aplicar el Derecho vigente y por la vía de hecho impedía las bodas de los homosexuales. Me lo dicen; no lo sé. Pero todo es posible.

El Cabanyal, le pese a quien le pese, es un pueblo concreto, con su propia idiosincrasia, un extremo de la capital que a su largo abraza el Mediterráneo. Hace un siglo se anexionó a Valencia por una decisión administrativa. De ella ha recibido el olvido, el menosprecio, hechos voluntarios y tenaces a su degradación para poder destruirla más fácilmente. Seguramente, la decisión fue equivocada porque las líneas delimitativas de una jurisdicción no rompen el espíritu de los pueblos que en el Cabanyal permanece vivo. Es posible que hubiera que revisarla; tal vez el Cabanyal deba volver a ser lo que era, segregarse de los cuervos que pretenden convertirla en despojos para saciar sus estómagos carroñeros.