Este país tiene solución. Sólo hace falta encarar con valentía los problemas y explicarlos claramente, sin retórica vacua. Hay que empezar por reconocer que gastamos por encima de lo que ingresamos y que no podemos mantener el actual nivel de vida. Tenemos que producir más y mejor y, además, renunciar a algo durante algún tiempo. No es que los ciudadanos se opongan a sacrificios, es que nadie les ha explicado todavía en qué consisten y por qué son necesarios. La reforma laboral inicia ese rosario de cosas que deben cambiar para sacar de la unidad de vigilancia intensiva a un enfermo llamado España. Por defecto o por exceso, no ha contentado a nadie. Detrás vendrán otras. Lo inquietante no es afrontar horas duras, es hacerlo con la patética falta de liderazgo que estamos padeciendo.

La primera pieza del inicio de las cirugías a la desesperada que es necesario aplicar en España se ha quedado en un compendio liviano, ambiguo y confuso. La reforma laboral toca mucho, no profundiza nada y se ciñe exclusivamente al despido, un aspecto muy parcial del mercado de trabajo. Los políticos y los agentes sociales marearon la perdiz durante muchísimas reuniones para agitar eso que se ha dado en llamar el talante. Todo se ha revelado una supina pérdida de tiempo durante dos años para conducir a ninguna parte, cuando no para emprender pasos en sentido contrario a lo que era conveniente. El texto alumbrado en solitario por el Gobierno, que ni entre los empresarios ha ganado adeptos, es la obra cumbre del estilo cosmético que ha imperado en los últimos meses. Aún en la rectificación, el Ejecutivo se aferra a las apariencias. Está atrapado en un bucle: necesita hacer lo que le imponen sus tutores europeos pero no lo quiere hacer porque es muy duro y porque deja en evidencia su discurso. De esa tensión nace un equilibrio imposible, el de no molestar a nadie, pretensión en sí totalmente contradictoria con el arte del buen gobierno.

El ex presidente socialista del Gobierno, Felipe González, arrojó a la cara del actual inquilino de La Moncloa, en un acto público en el Congreso, unas cuantas sentencias muy sensatas. «Es progresista decirle a la gente que hay que trabajar más. Hay que explicar las cosas como son. Y para pagar mejor, tenemos que crecer con productividad y competencia. El nivel de productividad no lo puede marcar el que menos trabaje sino el que más trabaje», aseveró González con crudo realismo. No le recogieron el guante.

Ahí está el meollo, la sustancia. Primar a quien mejor trabaja es un principio elemental, la base de la pirámide. En términos reales, los salarios empezaron a aumentar de forma exagerada en España cuando su PIB, el valor de la producción, comenzó a caer en picado. Eso es un contrasentido, una forma segura de llegar a la ruina. Pensar que todas las empresas desean tener insatisfechos a sus operarios o despedir a cuantos más mejor es una falacia. Sería para el empresario arrojar piedras contra su propio tejado. Cuanto más a gusto estén los asalariados, más eficientes serán y mejores resultados obtendrá la compañía, rematando un círculo virtuoso. Ése debe ser el objetivo de cualquier reforma laboral ambiciosa: aportar flexibilidad para que se creen muchos puestos de trabajo, para que emprender sea una apasionante aventura y no una carga, para que empleado y empleador estén contentos.

¿Usted prestaría más dinero a un vecino que ya le debe mucho y del que duda pueda devolvérselo? No o, cuando menos, cobraría el favor más caro por el riesgo. Traduzca «usted» por «los mercados» y «vecino» por «España» y éso es lo que está ocurriendo. Este país necesita financiarse en el exterior y ahora tiene el grifo cerrado porque los inversores desconfían. Un ejemplo de los que siembran desconcierto: la vivienda cayó en EE UU un 30%; aquí, con una burbuja inmobiliaria más hinchada, sólo el 11%, por mantener artificialmente el precio, cuando lo que deberían hacer las cajas y bancos es sacar al mercado con grandes descuentos (la CAM ha puesto viviendas a la venta con un 70% de rebaja) el parque de viviendas que tienen aparcado entre sus filiales y testaferros. El dinero no volverá a manar con normalidad hasta recuperar con hechos el crédito minado. La buena noticia es que la cosa tiene arreglo. Cambiar lo que no funciona es lo primero. A la reforma del mercado laboral habrá de sucederle otra de la Administración pública, para hacerla más eficiente y eliminar lo superfluo; y una de las pensiones y la sanidad, para que sean sostenibles; y la fiscal, para dar estabilidad a los ingresos; y otra financiera para que la incertidumbre no merodee en torno a cajas y bancos.

Tampoco hace falta ponerlo todo boca abajo. Basta con unas pocas medidas concretas, sencillas y contundentes, no el marasmo del decretazo de esta semana. Asumir algo así sólo es posible desde el liderazgo y la claridad, de los que ahora estamos huérfanos. Hay que aceptar que tenemos que ser más productivos. Alguien debe explicarlo de una vez. También se gana credibilidad exigiendo esfuerzos cuando están justificados y son imprescindibles, como lo son en este caso para devolver a los mercados internacionales la confianza en España.